Foto: Marta Santos |
Álvaro, por ejemplo, era un feriante fuera de lo común. Vivía siempre en la misma ciudad, y sólo sacaba su atracción cuando llegaban las fiestas de ésta, una vez al año. Él, además, tenía una tienda de pájaros. No vendía ninguna otra mascota, pues ningún otro animal le gustaba lo suficiente como para tenerlo en su tienda.
Es por esto que aquella tienda, poco a poco, se convirtió en el referente de toda aquella persona que quería comprar un pájaro, pues Álvaro sabía muchísimo de estos. Tenía un montón de pájaros, y de todas las especies imaginables: colibrís, canarios, ruiseñores, loros, golondrinas, estorninos... y hasta un quetzal.
El
quetzal era un ave de Sudamérica, a la cual era realmente difícil
ver volar en libertad. Los antiguos aztecas le llamaron “quetzal”
de la palabra “quetzalli”, que significa “sagrado o precioso”.
Sólo se juntaba con otros quetzales en época de cría, y decía la
leyenda que moriría si alguien lo capturaba y lo privaba de su
libertad. Sin embargo, el quetzal de Álvaro llevaba ya cinco años
con él en su tienda.
Era
realmente precioso, con el pecho y las alas verdes y un vientre de
color rojo encendido; aunque lo que más llamaba la atención de su
fisionomía era la larga cola verde que salía de su pequeño cuerpo.
Álvaro lo había encontrado en una expedición por la selva,
resguardado en el hueco de un árbol. Nadie más se daba cuenta de su
presencia, aunque el pequeño quetzal miraba fijamente a Álvaro,
como si lo conociera. En ese momento, el chico se quedó embobado
mirándolo.
Avanzó
ligeramente, dando un paso hacia adelante, procurando hacerlo
despacio y en la dirección contraria a la del viento, para que la
pequeña ave no se asustase. Sin embargo, la pequeña criatura no
parecía dispuesta a moverse de allí, pasase lo que pasase. Incluso
tras un pequeño resbalón de Álvaro producido al pisar una piedra,
el quetzal se quedó inmóvil en su árbol, con la mirada
continuamente fija en el chico. Aquello era lo que en el lenguaje del
amor se llamaría “un flechazo”. Él no lo dudó más, y cuando
llegó a la altura del quetzal, lo invitó a posarse sobre su dedo,
cosa que el ave hizo con gusto.
Continuaron
así hasta terminar la expedición y llegar al hotel, y entonces
Álvaro se buscó una manera adecuada de transportarlo. El quetzal
aguantó todo el viaje de vuelta a España, y es más: cada vez
parecía estar más vivo. El chico procuraba cuidarlo bien y
alimentarlo de aguacatillos y moscas, tal como haría el mismo pájaro
de encontrarse en libertad.
Aquel
ejemplar de quetzal que podía estar vivo en cautividad no tardó en
llamar la atención de los naturalistas, lo que atrajo a un montón
de gente a aquella tienda y la llenó de una fama que, a día de hoy,
cinco años después, todavía perduraba.
Álvaro
sabía que no podía despegarse demasiado de aquella maravillosa ave,
pues podría morir y él se sentiría muy culpable. Así que, poco a
poco, dejó de pasear su tiovivo por todas las fiestas de la comarca,
y empezó a sacarlo cada vez menos. Hasta ese momento, Álvaro había
sido uno de los feriantes más activos y que más se movían, pero la
cercanía del quetzal y el éxito cada vez mayor de su tienda de
pájaros hicieron que tuviera que pasar más tiempo pendiente de
estos.
Sin
embargo, el tiovivo que habitaba en su corazón nunca dejaba de
girar, y es por eso que, aunque fuera sólo una vez al año, Álvaro
montaba su tiovivo y lo sacaba a la calle para que los niños
pudieran montarse en él y divertirse. Las caras de los pequeños
divirtiéndose en su atracción eran algo que lo llenaba de vida y
que se quedaba grabado en su retina hasta el año siguiente. Además,
cuando algunas personas iban a comprar sus pájaros acompañadas de
sus hijos pequeños, sucedía en ocasiones que uno de ellos lo miraba
y sonreía. En ese momento, Álvaro sabía que aquel niño o aquella
niña habían estado montados en su tiovivo.
El
quetzal, volando libre por la parte delantera de su tienda, era lo
que más les llamaba la atención, tanto a los niños como a
cualquier visitante. El dueño de la tienda no quería enjaularlo,
pues, a pesar de que su especie no aguanta la cautividad, este
ejemplar había acudido a él y se había adaptado perfectamente a su
espacio. Así que quería agradecérselo dejándolo disfrutar de una
libertad que los otros pájaros no tenían.
Nunca
nadie quiso comprarlo, a pesar de estar a la vista de todos y ser el
pájaro que más llamaba la atención. La simbiosis entre él y
Álvaro era tan perfecta que cualquier persona entendía que no
podría privar al quetzal de su dueño actual, puesto que estaban
hechos el uno para el otro. El destino los había unido en la selva,
y permanecerían juntos hasta que alguno de los dos muriese. Álvaro
trataba de cuidar mucho al quetzal para que el momento de la
separación no llegase en su vida.
Tanto
era el aprecio que sentía Álvaro por aquel pájaro, y tanta la
confianza en que jamás se le perdería, que comenzó a llevarlo a
las fiestas de la ciudad, para estar con él mientras su tiovivo
giraba, alegrando al gentío. Lo llevaba suelto, como siempre, pero
posado en su hombro, como un capitán pirata llevaría a su loro.
Aquella
figura del dueño del tiovivo con su quetzal descansando en su hombro
se hizo tan mítica que mucha gente comenzó a coger como tradición
acercarse a ese tiovivo o dar una vuelta en él, sólo para verle.
Sin
embargo, los años fueron pasando, y desgraciadamente una extraña e
invasiva enfermedad se hizo presa de la salud de Álvaro en pocos
días. Él procuraba cuidarse e irla sobrellevando, pero llegó un
momento en el que tuvo que ser ingresado en el hospital. Aquello era
a lo que más temía en el mundo, pues al ingresarlo en una
habitación de ese lugar tendrían que separarlo de su preciado
quetzal.
La
hermana de Álvaro le insistió a las enfermeras, a los médicos y a
todo el personal de aquel hospital: tenían que dejar entrar al
pájaro en la habitación de Álvaro. El enorme amor que sentía por
él sería un incentivo realmente valioso para luchar por su propia
recuperación. Debido a su insistencia, su entusiasmo y su seguridad,
la mujer consiguió que aquella gente le hiciera caso, y a las dos
semanas, dejaron entrar al pájaro en la habitación.
Álvaro,
que se encontraba ya agonizante y en los estertores de la muerte,
tuvo una súbita recuperación. Durante dos días fue capaz de comer
y hablar con absoluta normalidad, e incluso fue capaz de levantarse
de la cama un rato.
Sin
embargo, esa mejoría duró poco, y al tercer día volvía a
encontrarse acostado sobre la cama, exánime. El quetzal, entonces,
se posó sobre su pecho. Y, como si en ese momento hubiera adivinado
el estado de su dueño, Álvaro murió.
La
hermana, entonces, se hizo cargo del quetzal.
Cuando
hubo pasado el momento doloroso de aceptar aquella muerte, la mujer
comenzó a habituarse a cuidar del animal. Comenzó a sentirse mejor
en parte gracias a aquel animal, que la seguía fiel, como si
quisiera que continuara su vida feliz. Y realmente ésa debía de ser
su intención, pues, cuando ya la hermana se hubo recuperado de la
muerte de Álvaro y retomó con serenidad y alegría su vida normal,
el quetzal murió.
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