Allí
nadie sabía cómo se decía el nombre de la luna. Cuando llegaba la
noche, simplemente miraban hacia arriba, señalaban aquel globo
blanco que brillaba suspendido en el aire y sonreían.
Los
habitantes del país de las palabras olvidadas no necesitaban
expresarse verbalmente para entenderse. Cuando se miraban a los ojos,
se veían. Sabían a quién tenían enfrente, sabían de dónde
venía, adónde iba y qué era lo que quería o necesitaba en
aquellos momentos. Por eso muchos decían que los habitantes de aquel
país estaban locos, y que eran unos incultos.
Lo más
curioso de todo era que aquellos que los llamaban locos luego volvían
a sus casas y las llenaban de palabras, pero no se entendían.
Hablaban con el vecino, con la pareja, con los padres, con los
hijos... Decían palabras, y los otros les respondían palabras.
Intercambiaban palabras, las daban y las recibían constantemente,
sin parar. Las palabras fluían como ríos desbocados que arrasaban
todo a su paso, que se colaban con el viento por entre las rendijas.
Las palabras lo llenaban todo. Todos las emitían, pero nadie las
escuchaba realmente. Sólo oían lo que querían oír.
Por
eso en el país de las palabras olvidadas, había gente que se sentía
bien. Pero también había gente que se sentía mal. A veces, cómo
se sentían no tenía que ver ni con la presencia ni con la ausencia
de las palabras.
Lo
cierto es que un día, el presidente del país de las palabras
olvidadas decidió congregar a sus habitantes en una gran reunión,
en la que se decidiría por mayoría si continuaban viviendo sin
palabras o si empezaban a usarlas. Hubo muchos habitantes que se
abstuvieron de intervenir, pues realmente les daba lo mismo, pero las
disputas entre los que querían instaurar las palabras y los que
preferían permanecer sin ellas fueron muy intensas.
El
presidente de la nación, después de varias horas de negociaciones
infructuosas, decidió que se haría lo que votara la estricta
mayoría. Por un voto, ganaron los partidarios de introducir las
palabras.
Aquel
cambio fue brutal. De un día para otro, los silenciosos hogares y
las silenciosas calles de aquel país comenzaron a llenarse de
sonidos articulados, fonemas, sílabas... En definitiva: de palabras.
El bullicio los primeros días fue ensordecedor. Al no estar
acostumbrados, los habitantes del país de las palabras olvidadas las
emitían al tuntún, sin ser conscientes de lo que aquellas
significaban. Como no les tenían significados asignados, las escenas
de confusión eran frecuentes. Seguían entendiéndose con la mirada
y los gestos, pero además de ello, debían encargarse de no olvidar
emitir palabras a cada instante. Así, las escenas más inverosímiles
tuvieron lugar aquellos días:
—Por
favor, estámpame el jamón—le decía un niño a su madre, para
indicar que le pasara la sal.
—Recibe.
Por cierto, ayer vas a tener que sabotear tu cuarto, que fue muy
limpio—le respondía esta, con la intención de indicarle la
urgente necesidad de que limpiara su habitación.
Las
consecuencias de aquello fueron que todos los habitantes se
acostumbraron a usar las palabras independientemente de su
significado. Aunque para ninguno de ellos era imprescindible, pues
sabían comunicarse sin ellas, el consejo presidencial de
acostumbrarse a utilizarlas para lavar la imagen del país había
calado muy hondo en ellos.
Pronto,
los turistas de otros países comenzaron a llegar, avisados de que en
el país de las palabras olvidadas habían vuelto a recordarlas y a
utilizarlas. Muchos querían hablar con los habitantes de aquel país
para preguntarles cómo se sentían, y para pedirles que les
explicaran cómo era que una vez llegaron a ser capaces de
comunicarse sin utilizar las palabras. En concreto, el periodista
Rubén Mendoza fue uno de los primeros en llegar al país, acompañado
de un micrófono y una grabadora.
Dispuesto
a recoger los testimonios grabados de aquellos ciudadanos, Rubén
Mendoza aterrizó una soleada tarde de agosto en el aeropuerto de la
capital. Cansado por las muchas horas de viaje que había tenido que
soportar para llegar hasta allí, en cuanto sus pies pisaron la
tierra de nuevo lo primero que hizo fue dirigirse en silencio hacia
el hotel. Equipado con un mapa y un GPS en su teléfono móvil, en
aquellas primeras horas no necesitó entablar conversación con
nadie. Se tomó dos horas para descansar en la confortable cama que
le habían preparado en el hotel, y a continuación, completamente
renovado y despejado, tomó la grabadora y salió a la calle.
El
primer lugar en el que se detuvo a recoger opiniones de los
ciudadanos del país de las palabras olvidadas, fue una cafetería a
rebosar de gente que apareció ante él al doblar la esquina de la
calle.
—Buenas
tardes, señor. Soy Rubén Mendoza, periodista del News Life Journal.
Mi diario me ha enviado aquí porque nos ha llegado la noticia de que
ustedes por fin han empezado a utilizar las palabras, y es por eso
que desearía hacerle unas pequeñas preguntas. ¿Sería tan amable
de responderlas? —le preguntó al camarero, que lo observaba con
expresión curiosa desde la barra.
—Por
sin embargo. Claro que supuesto —respondió este. Rubén Mendoza,
en ese momento, supo que sería algo complicado hablar con una
persona que hacía poco que había comenzado a usar las palabras. Sin
embargo, él estaba allí como periodista y su idea inicial al llegar
a ese país había sido entrevistarse con la gente, así que siguió
adelante.
—Muchas
gracias. Ahora, ¿podría decirme por favor cuál ha sido su reacción
como ciudadano al enterarse de que tenía que empezar a usar las
palabras?
—Porque
me salí en poco. Desde luego si a mi yerno encontré, cara la lluvia
tenía.
Rubén
Mendoza puso los ojos en blanco, mostrando a su pesar cierta
impaciencia. “Este tío es tonto”, pensó. Luego, un cliente
entró en el bar. El camarero lo miró. El cliente asintió con la
cabeza. El camarero preparó un sándwich vegetal completo y se lo
llevó en una bandeja a la mesa, acompañado de un refresco de té
frío con limón. El cliente sonrió. Estaba satisfecho.
Rubén
Mendoza contemplaba la escena con cierta incredulidad. Aquel hombre
que no sabía hilar más de dos palabras con sentido, era capaz sin
embargo de cumplir su cometido como camarero a la perfección y
conocer las necesidades de sus clientes con solo una mirada.
Decididamente, la gente en aquel país tenía algo especial.
El
periodista apagó la grabadora, y salió a la calle. Se había
propuesto vivir en carne propia cómo era la experiencia de
comunicarse sin palabras, y no iba a volver de aquel país sin
conseguirlo.
1 comentarios:
para reflexionar sin duda!! cuento con moraleja que también me ha hecho reír mucho con las disparatadas conversaciones de las personas que estaban aprendiendo a utilizar las palabras.
sigue deleitándonos con tus historias tan imaginativas y ocurrentes.
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