Foto: Marta Santos |
Ella era una niña pequeña, de la cual todo el mundo decía que era tierna y adorable, pero que además guardaba dentro de sí una gran inteligencia.
El día
en el que se le ocurrió construir la casita del árbol estaba
prácticamente sola. Sus padres se habían ido a pasear, su hermano
dormía la siesta en la parte superior de la casa y no había quedado
con ningún amigo, puesto que era verano y estaban todos de
vacaciones. Todavía quedaban tres horas para la merienda, y ella no
sabía qué hacer.
Se
puso a pensar, a pensar y a pensar. Luego de darle muchas vueltas a
la cabeza, como no se le ocurría nada, decidió salir al patio de
atrás de su casa. Allí, justo al ver el árbol, se le ocurrió
una idea. ¡Haría una casita en él, como en las películas! Se
imaginó subiendo por una escalera a lo alto del árbol, apartando la
trampilla de madera y sentándose a leer en un cuartito de madera
construido en lo alto de aquel árbol, con una gran ventana que
tendría vistas a su propia casa. Desde allí podría ver a sus
padres y a su hermano, y los saludaría, y ellos le devolverían el
saludo. Su hermano se moriría de ganas por entrar, y le prepararía
un pastel de chocolate riquísimo todos los martes con tal de que
ella lo dejara subir arriba a la casita del árbol.
Todo
aquello parecía fantástico en su mente; sumamente maravilloso. Pero
quedaba lo más difícil: construir la casa.
Y no tenía ni idea de cómo podría hacerlo.
Y no tenía ni idea de cómo podría hacerlo.
Lo
primero que hizo fue pensar en cómo podría construir la escalera,
puesto que sin ella, no podría subir a construir ninguna casita en
el árbol. Sin embargo, todas las ideas que se le ocurrían pasaban
por clavar algún tipo de tornillo o hacer algún tipo de trabajo con
la madera, y ella no tenía mucha idea de bricolaje. Aquello la
decepcionó. Era muy pequeña para cortar tablones o clavar clavos, y
ni siquiera sabía cuál era la estructura más estable para
construir aquella escalera.
Así
que Lucía se sentó en el porche, bajo el cálido sol, con las
piernas cruzadas y los brazos apoyados sobre estas. Aunque en aquel
lugar calentito se estaba bien, su ánimo no estaba del todo alegre,
pues su cabeza todavía seguía dándole vueltas a lo de la escalera.
Pasó
algunos minutos allí sentada, relajándose al sol. De pronto, cuando
más relajada estaba, una imagen se le vino a la mente: el libro de
bricolaje de su padre. Estaba en el segundo cajón de su mesita de
noche, y contenía todas las claves necesarias para construir un
proyecto de aquellas proporciones: no sólo la escalera, sino también
la futura casita.
Así
que Lucía no lo dudó más, y subió a la habitación de sus padres
a por el libro. Cuando estaba bajando, se encontró a una figura que
asomaba por el pasillo: su hermano, recién despertado, se rascaba el
pelo y le preguntaba que qué hacía allí, en la habitación de sus
padres. A la niña le sorprendió tanto que lo único que se le
ocurrió decirle a su hermano Pablo fue:
—Voy
a construir una casita en el árbol del jardín.
Su
hermano, con los ojos abiertos repentinamente a causa de la
extrañeza, no dijo nada y la siguió escaleras abajo.
—
¿Por
qué me sigues? — le preguntó ella, al darse cuenta.
—
Porque
quiero ver cómo construyes la casita del árbol.
Lucía
se paró en el rellano.
—
Es
que todavía no sé cómo lo voy a hacer —confesó.
—
Bueno,
en ese caso, tal vez yo pueda ayudarte —se ofreció su hermano.
—
Está
bien. Baja conmigo entonces.
Los
dos niños bajaron al jardín, cargados con un libro de bricolaje;
unos cuantos tablones, un martillo y algunos clavos sacados del
garaje; y, sobre todo, muchas ganas de construir una casita en aquel
árbol.
—Vamos
a empezar por la escalera —sugirió Lucía.
Abrieron
el libro, y se encontraron con multitud de formas de construir todo
tipo de escaleras utilizando madera. Algunas eran preciosas escaleras
de caracol con barandilla, otras eran más sobrias, pero la mayoría
no se ajustaba a sus planes.
—
Vaya
mierda —dijo Pablo. Estas escaleras son muy bonitas para una casa
de verdad, pero nosotros necesitamos algo más sencillo, y más
práctico.
—Estoy
completamente de acuerdo —corroboró su hermana—. A nosotros nos
basta con que esto tablones sirvan para ayudarnos a subir arriba.
—Oye,
¿y si simplemente los clavamos encima del tronco del árbol? A lo
mejor si los clavamos bien sirven para impulsarnos y subir, que es lo
que queremos.
—¡Buena
idea! —se entusiasmó Lucía—. ¡Probemos! ¡A lo mejor funciona!
Los
dos niños se pusieron manos a la obra. Iban lentos porque tenían
que tener mucho cuidado para no clavarse ningún clavo, ya que no
estaban acostumbrados a hacer ese tipo de cosas y recordaban la cara
de dolor de su padre cuando por despiste se daba con el martillo en
la mano.
Cuando
llegó la hora de la merienda, apenas habían clavado la mitad de
tablones en el árbol.
—
Esto
es imposible. No lo terminaremos nunca. Los tablones apenas nos
permiten subir, y aún nos queda construir el resto de la casa.
—
¿Qué
hacéis? —les preguntó su padre, que acababa de llegar.
—Queríamos
construir una casita en el árbol —dijo, apenada, Lucía—. Pero
es muy complicado. Llevamos tres horas clavando clavos, y sólo hemos
conseguido poner tres tablones en el árbol a modo de escalera. Pero
no son una escalera de verdad. Y jamás conseguiremos construir la
casita del árbol.
—Bueno,
mujer, no te preocupes. Hay un montón de cosas que se pueden hacer
para divertirse aparte de una casita en el árbol. ¿Qué os parece
si vamos a la piscina? —trató de animarla.
Los
dos niños dibujaron una sonrisa en sus labios.
—¿Y
nos comprarás un helado? —preguntó Pablo.
—¡Claro!
—exclamó su padre, dándoles la mano.
Esa
tarde lo pasaron muy bien en la piscina. Se olvidaron de la casita
del árbol, y decidieron que podían ser felices sin ella. De
mayores, si podían, construirían una, y si no, se dedicarían a
otras cosas.
Al día
siguiente, viajó toda la familia hasta la playa. Era día laboral,
pero sus padres habían pedido vacaciones y estaban dispuestos a
aprovecharlas. Fue otro día animado y divertido, y, definitivamente,
el recuerdo de la casita del árbol quedaba cada vez más lejano.
Sin
embargo, al volver a casa y entrar en el jardín, se quedaron
paralizados. ¡Una auténtica casita del árbol, construida con su
escalera, su ventana y su techo, estaba allí! ¿Cómo había
llegado?
—¡Papá,
papá! ¡Ven a ver esto! ¡Ha crecido una casita del árbol y
nosotros no hemos hecho nada! ¡Ha crecido sola!
El
padre sonrió.
—Las
casas no crecen solas, hijos. Yo fui quien llamó a una empresa de
carpintería para que viniera ayer a construirla.
Los
niños no sabían qué decir, y lo abrazaron.
—Gracias,
papá.
—De
nada, hijos. ¡Ahora no esperéis más y corred a estrenarla!
Aquel
fue el mejor día de sus vacaciones con diferencia.
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