Foto: Marta Santos |
En realidad, estaba casi al lado, pero las continuas tormentas cósmicas que tenían lugar en ese lado del universo hacían que los telescopios terrestres no pudiesen siquiera intuir su existencia.
Aquel
lugar estaba compuesto por flores. Toda la superficie exhalaba un
sutil y delicioso aroma, especialmente al amanecer y al atardecer.
Tanto era así, que aquel planeta solía ser visitado muy a menudo
por seres con tecnología más avanzada que la nuestra. Buscaban un
lugar exótico por el que poder pasear en familia, o simplemente un
enorme jardín con especies aún por descubrir para poder llevar a
cabo innovadores experimentos científicos.
Eneido
era uno de estos últimos. Procedente de la galaxia de Andrómeda,
era un aficionado a coger su nave y lanzarse a viajar en solitario
por las más insondables regiones del espacio, en busca de especies
que él no conociera para poder analizarlas, fotografiarlas o, en el
caso de algunos vegetales, guardarlos en papel secante y llevárselos
a casa.
Cuando
Eneido descubrió por primera vez el planeta de las flores, su vida
cambió. Se quedó tan enamorado de aquel lugar, que no pasaba una
semana cósmica sin que le hubiera hecho al menos una visita. La
cantidad y variedad de especies de flores que alfombraban aquel
planeta le parecía la mayor obra divina, si es que en realidad
existía un dios. Por eso paseaba durante horas por aquel paraíso.
Después de estacionar su nave en modo levitación, para no
chafar ninguna flor, comenzaba a caminar y no paraba hasta que los
músculos de sus verdes y pequeñas piernas comenzaban a dolerle.
Entonces se recostaba en aquella alfombra eternamente primaveral, y
descansaba disfrutando de una paz y una calma tan profundas que
muchas veces se quedaba dormido. Luego, al despertar, dedicaba unos
últimos minutos a recoger ejemplares de aquellas flores que ese día
le hubiesen resultado más llamativas o raras.
Cuando
subía a la nave, llevaba todavía el olor a flores en la nariz y un
libro lleno de flores en papel secante entre sus páginas.
El
viaje hasta su propio planeta era corto, pues había descubierto un
agujero de gusano que acortaba mucho el camino. Una vez se metía en
él, era como atravesar un túnel o autopista interestelar que lo
llevaba directo a su hogar.
Allí,
en su planeta, lo primero que hacía después de guardar la nave en
su hangar era visitar el laboratorio que se había construido anexo a
su casa. Al principio tenía la intención de dedicarlo a
investigaciones químicas y biológicas sobre los seres que iba
encontrando, pero, poco a poco, fue transformándose en una especie
de museo cósmico donde guardaba fotos de todos los animales que
conocía en el universo. Eso, por una parte. Por la otra, en una gran
habitación, recogía ejemplares de todas aquellas flores o plantas
que le habían llamado la atención en sus visitas por el espacio. La
mayoría eran pertenecientes al planeta de las flores, y para
identificar con más facilidad aquellas que eran provenientes de ese
lugar, les había puesto un pequeño lazo de color rosa al lado.
Su
pequeño museo creció tanto, paulatinamente, que llegó a albergar
más de 40.000 ejemplares diferentes. Era una verdadera lástima que
se guardase aquella maravilla científica para él solo. Sin embargo,
la enorme afluencia de gente que viajaba al planeta de las flores
para pasar un rato agradable hacía que, en la mente colectiva,
existiese la conciencia y el disfrute de ese maravilloso lugar. Por
lo tanto, no parecía realmente necesario que alguien guardase,
desecados, ejemplares del fantástico planeta de las flores.
Familias,
parejas, grupos de amigos... Todos ellos llevaban sus manteles y
comían sus bocadillos en un picnic al aire libre rodeados de
estupendas plantas florecidas de los más diversos colores. También
podían pasear, jugar, correr... o simplemente descansar envueltos en
las más delicadas fragancias.
No
obstante, todo en la vida es pasajero, y la moda de salir de visita
al planeta de las flores fue decayendo en los planetas circundantes
cuando se hizo un nuevo descubrimiento: el planeta de los árboles.
En él podían colgarse hamacas, niños y mayores podían saltar de
un árbol a otro agarrándose de las lianas, e incluso había gente
que abrazaba a los árboles y se recargaba de energía.
La
sombra que proporcionaban las enormes secuoyas era ideal para
organizar los picnics, y las raíces grandes eran un estupendo
respaldo para apoyarse al comer. Muchos niños, incluso, se sentaban
a horcajadas sobre ellas y jugaban al caballito. Además, las hojas
que caían en cada otoño de ese planeta (estación que sobrevenía
cada 34 días, alternándose con la de verano) formaban una poética
y romántica vista.
Por
todo ello, poco a poco, la gente fue olvidándose del planeta de las
flores y de sus maravillosas fragancias. Cuarenta años después de
las visitas frecuentes que realizaba nuestro amigo Eneido para
recoger ejemplares, absolutamente ningún ser de otro planeta acudía
a visitarlo. Eneido, sentado en la mecedora de su casa, se sentía
disgustado al ver que los demás habitantes de su planeta, Enubia, se
habían olvidado de aquel paraíso floral.
Aquel
disgusto hizo que se encerrara en sí mismo, y comenzó a dejar de
ver a sus paisanos para pasar el tiempo paseando entre su increíble
colección de plantas, flores y fotos de seres.
Eneido,
cada vez más anciano, se fue marchitando. El tiempo no pasaba en
balde, y llegó una semana en la que comenzó a intuir que su hora de
partir había llegado. Embaló sus cosas, recogió su casa, limpió
sus enseres y se preparó para recibir, tranquilamente sentado, la
hora de su muerte.
Cuando
Eneiro murió, nadie se dio cuenta al principio. Sin embargo, su
vecina, que solía verlo salir a dar un pequeño paseo por su jardín
a la hora de la atardecida, comenzó a echarlo en falta. Avisó a más
vecinos, y entre todos se hicieron con la manera de entrar en su
casa, para ver si le pasaba algo. Al encontrarlo muerto, rezaron una
oración por él y se prepararon para organizarle un funeral y
repartir los enseres de su casa, ya que no había dejado testamento
ni herederos.
Así
fue como un vecino, registrando su casa para el reparto, se dio
cuenta de la existencia del laboratorio. Al entrar en él, una mueca
de sorpresa enorme se dibujó en su cara. Ante él se revelaba un
enorme museo botánico y biológico, con registros de decenas de
miles de animales y plantas. Al observar cuidadosamente a estas
últimas, pudo comprobar cómo algunas tenían un pequeño lazo rosa
al lado. Quiso saber de qué se trataba, y comenzó a investigar
entre los papeles que contenían las anotaciones que Eneido había
ido haciendo según construía su museo. Así, fue cómo ese vecino
recordó la existencia del planeta de las flores, de cómo décadas
atrás todos los fines de semana iba con sus padres a pasar
maravillosas tardes arropados por aquella variada y fascinante
alfombra de flores.
Un
huracán de emociones hizo temblar su mandíbula, y, cuando otro
vecino que inventariaba la casa le preguntó qué le sucedía, no
pudo menos que dejar fluir sus recuerdos junto con sus lágrimas, y
juntos compartieron maravillosas experiencias de su infancia, pues el
otro vecino también había sido un frecuente visitante de aquel
maravilloso planeta junto con su familia.
Fue
así como la existencia del planeta de las flores volvió a la mente
colectiva de los habitantes de Enubia, corriendo de boca en boca como
la pólvora. Muchos volvieron a dirigir sus naves hacia aquel lugar,
y la mágica y maravillosa alfombra de flores que cubría aquel mundo
volvió a estar habitada por siempre jamás.
0 comentarios:
Publicar un comentario