Foto: Marta Santos |
Había acompañado a su dueño en multitud de viajes, de aquí para allá, en avión, en tren, en barco, en coche o en autobús. Su dueño era un hombre de negocios que viajaba mucho, y por tanto, llenaba y vaciaba continuamente a maleta y la llevaba en peregrinación constante por el mundo. Sin embargo, la maleta se había cansado de tener siempre un destino fijo y un tiempo marcado para cada trayecto. Deseaba viajar libre; sin límites ni horarios; y acudir siempre a aquellos lugares donde fuese decidiendo a cada instante.
Así,
mientras iba en el amplio maletero de un autobús, traqueteando y
resbalando por el suelo de un lado para otro, tomó una decisión: en
cuanto se abriera ligeramente el maletero, sin importar la estación,
se lanzaría fuera antes de que su dueño pudiese recogerla o darse
cuenta de su huida. Aquel día no iba especialmente llena y este
llevaba un maletín aparte con las cosas más importantes, por lo que
su pérdida no le ocasionaría un trastorno tan grave como otros
días.
En
cuanto llegaron al destino final, el maletero se abrió. Maleta había
abrigado la esperanza de que este se hubiera abierto en algún pueblo
anterior al lugar donde se iba a bajar su dueño. Pero ello no fue
así, por lo que tuvo que jugársela. Nada más abrir el maletero,
maleta se lanzó fuera, al suelo, y trató de rodar un poquito hasta
quedar oculta bajo el propio autobús. Cuando él fue a recogerla, un
terrible grito se escuchó en toda la estación:
—¡Mi
maleta! ¡Me han robado mi maleta!
El
conductor del autobús, ante los gritos, acudió a socorrerle.
—¿Qué
le pasa, señor? —preguntó asustado.
—Que
me han robado mi maleta. No la encuentro.
—¿Ha
mirado bien dentro del maletero?
—Sí,
por supuesto, lo he revisado de arriba abajo y aquí no está. Me la
han debido robar. Ay Dios, ¿y ahora qué hago? ¡Tenía un montón
de ropa allí! ¡Ahora tendré que comprarme ropa nueva! ¡Y una
maleta!
—No
se preocupe, señor. Acuda conmigo arriba a la oficina, que pondremos
una denuncia y daremos la voz de alarma. Si se la acaban de robar, no
ha de andar muy lejos —decidió, resolutivo, el conductor.
Ambos
hombres subieron las escaleras hacia la parte de arriba de la
estación. Cuando se vio sola, maleta aprovechó para seguirse
impulsando. Llegó a subirse, empujoncito a empujoncito, en un
montacargas que había al lado del autobús, en el que se portaban un
montón de cajas de cartón. Introducida debajo de ellas, la maleta
esperó a que el chico que lo conducía volviera de tomarse su café,
y continuara transportando aquellos paquetes.
El
primer lugar adonde los llevaron fue un ascensor. Maleta había
estado en muchos, por lo que aquello no le sorprendía. Sin embargo,
era la primera vez que estaba en uno sin su dueño, y aquello sí era
nuevo. Aprovechó para respirar aquella sensación de libertad, y
estirarse un poco entre aquellos paquetes.
—¡Ey!
—replicó uno de ellos— ¡Ten más cuidado! Mira la otra, llega
de última e infiltrada y ocupa más que ninguno.
—Bueno,
bueno, lo siento. Perdonad —contestó ella—. Caramba, qué
susceptibles son estos paquetes —pensó. Luego volvió a dejarse
caer en aquel montón.
Después
de algunos momentos de traqueteo (a maleta le daba la sensación de
que todavía no había salido del autobús), los metieron en lo que
parecía una furgoneta.
—Vaya,
qué suerte la mía. Parece que no salgo de vehículos de transporte.
Pero
esta vez, más acostumbrada a escabullirse y más libre porque no
había dueño alguno que la reconociera, volvió a escaparse con más
facilidad. En cuanto las puertas traseras de aquella furgoneta se
abrieron, maleta se impulsó fuera y cayó al asfalto. Impulsándose
un poquito más, consiguió llegar al bordillo.
—¡Eh,
tú! ¡Quieta ahí! ¿Adónde crees que vas? —le dijo el mozo que
repartía los paquetes, al verla tirada en el suelo—. Te querías
escapar, ¿eh, pillina? —afirmó mientras volvía a colocarla otra
vez en la furgoneta.
Maleta resopló para sus adentros. Qué mala pata. Otra vez a esperar.
Maleta resopló para sus adentros. Qué mala pata. Otra vez a esperar.
La
furgoneta continuó su periplo por aquella ciudad, pero no tardó
demasiado en volver a abrir sus puertas de nuevo. Esta vez, maleta
procuró escabullirse sin que la viera aquel mozo alegre y
parlanchín. Logró ocultarse debajo de una papelera mientras éste
entraba con uno de aquellos paquetes en una tienda. Para cuando salió
de ella, no volvió a reparar en la presencia de maleta. Se subió
directamente en la cabina del conductor y cerró las puertas del
vehículo.
Maleta
lo observó marcharse con alivio. Comenzó a arrastrarse por el
asfalto, disfrutando de las vistas de aquella apartada calle. Había
poca gente a esa hora. Algunas personas entraban y salían de un
pequeño supermercado, mientras en la puerta una señora con un
vestido largo y zapatillas les iba tendiendo una cestita:
—Siñora,
dame algo.
Enfrente
de aquel supermercado se situaba un pequeño parque. No había niños
en los columpios, pero sí paseaba alguna chica con su perro.
Maleta
se escondió debajo de un banco, para descansar. Al cabo de un rato,
un señor mayor acudió a sentarse en él, poniéndole los pies
encima sin darse cuenta.
—Caramba,
qué cómodo es este banco —pensó en voz alta.
Maleta
se resignó. No podía seguir impulsándose sin llamar la atención
de aquel hombre, por lo que vio su marcha detenida durante las más
de tres horas que el señor estuvo allí. Cuando por fin se levantó,
a maleta le dolía el lomo de tanto soportar sus pesadas botas. Vale
que era una maleta dura, pero no estaba acostumbrada a aquellos
trotes.
Para
recompensarse decidió probar la experiencia de lanzarse desde un
tobogán. Dado que era por la mañana y los niños estaban en sus
colegios, maleta tenía el parque prácticamente para ella sola. Así
que comenzó a subir, poco a poco, los peldaños de la escalera que
la separaba de la cima del tobogán. Tardó su tiempo en hacerlo,
pero todos aquellos esfuerzos fueron recompensados cuando se lanzó
en picado. El viento al bajar le refrescaba la tela, el suelo del
tobogán le hacía cosquillas en la tripa, y la sensación de caer en
picado por aquella superficie inclinada la hacía reír.
—¡Yujuuuuuuu!
¡Soy libreeeeeeee! —gritaba.
Después
de aquello, estuvo media hora impulsándose de adelante hacia atrás
en los columpios. Aquello también era muy divertido, pues el suelo
se desplazaba rapidísimo debajo de ella.
Luego
se pasó un rato en el balancín. Pero aquello no era divertido,
porque como no había nadie al otro lado, se pasaba todo el tiempo en
el fondo.
Algunas
palomas se pusieron a picotear encima de su espalda, mientras ella se
arrastraba por la arena, formando dibujitos.
Después
de todo esto, se hallaba muy cansada. No estaba acostumbrada a tener
vida propia durante tanto tiempo, y el esfuerzo de estarse impulsando
todo el rato le estaba destrozando la tela y las cremalleras. Así
que salió del parque y se retiró a un lado de la acera, a descansar
y a pensar cuál sería su próximo destino. Sin embargo, la voz
familiar de un hombre que paseaba por allí la sacó de sus
pensamientos:
—¡Pero
si estás aquí! ¡Vaya, qué suerte! ¡Y tienes toda la ropa! Ese
ladrón asqueroso ha debido de cansarse de llevar el peso tanto
tramo. Bien , querida, tú no te preocupes, que ya te encontré. Ya
estás con papá.
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