Foto: Marta Santos |
Sólo tenía verduras y frutas frescas para comer, pero las había de tantos tamaños, texturas y sabores diferentes, que sus sentidos se perdían entre tamaña y deliciosa oferta. Por si fuera poco, también muchas de estas verduras tenían sabor a chocolate. Era tan sumamente fácil comer sano allí, que ninguno de sus habitantes tenía que someterse a dieta ni tenía niveles altos de colesterol.
En los
estantes de los supermercados se almacenaban las verduras, frescas y
etiquetadas por sabores. La tarta de verdura con sabor a vainilla era
de las más solicitadas, aunque la de sabor a chocolate seguía
siendo la reina.
Los
niños rara vez se ponían enfermos, pero cuando lo hacían, tres o
cuatro días de reposo acompañados por un caldito de verduras
caliente eran suficientes para sanar todos sus males.
Había
tantísimas frutas y verduras en aquel país, que cuando sobraban se
hacían concursos. Uno de ellos era el de la talla del tomate.
Como
podréis suponer, el concurso de la talla del tomate consistía en
realizar complejas figuras y estatuas, utilizando para ello tomates a
los que daban las formas más caprichosas. Había esculturas
realmente grandes, puesto que también se podían aglomerar los
tomates para formar una mole tan grande como se quisiese.
De
todos los concursos anuales que se celebraran aquel país, el de la
talla de tomates era el más famoso. Reunía cada año a escultores
venidos de todas las puntas del país, que se dirigían con sus
cuchillos hábiles a Ciudad Verdura, la capital del país y sede del
campeonato. A veces se admitían incluso a ciudadanos de otros
países. Aunque los franceses, todo hay que decirlo, no eran muy bien
recibidos en el concurso de la talla del tomate.
En el
año del que vamos a hablar, la plaza en la que se exponían los
trabajos finalistas se hallaba muy concurrida. En el centro se había
colocado la escultura del ganador del año pasado, que consistía en
un barco gigante con un montón de velas y cañones, todo ello
esculpido con tomates. Había sido conservado en un enorme congelador
para poder ser mostrado de nuevo este año. Los niños que más se
acercaban a ver el barco podían incluso discernir algunas figuras
encaramadas a los mástiles o asomadas a cubierta, realizadas también
con la hortaliza roja.
Además
de esta escultura, que era la que más gente atraía, se encontraban
las obras que entraban a concurso este año. Estaban colocadas
alrededor de la escultura del barco, formando dos anillos
concéntricos entre los cuales se desplazaba la multitud.
—¡Mamá,
mamá! ¡Mira aquella estatua! ¡Es un señor que hace pan!
En
efecto, una de las piezas consistía en la representación de un
panadero, con sus barras, sus baguettes e inclusive el horno donde
cocía el pan. También había una escultura de un frutero, con sus
cajas de frutas todas ordenadas; otra de un niño en monopatín; otra
que consistía en un decorado del fondo del mar, con algas,
peces, medusas y otros seres marinos... Y había una muy pequeña,
casi invisible para los regueros de personas que merodeaban por la
plaza, que consistía en una pequeña mariposa encima de una flor. Al
lado de las otras obras quedaba ciertamente deslucida, y casi no
llamaba la atención. Se escondía entre la estatua de un marinero y
otra muy original que representaba a una moto. Su autor era un niño
de diez años que padecía síndrome de Down. Sus padres no lo habían
dejado presentarse, pero él, a escondidas, había rellenado la ficha
de inscripción.
—No
ganarás —le decía su padre—. Piensa que a ese concurso se
presenta gente mucho más mayor y más preparada que tú, y por mucho
que te guste esculpir los tomates, no puedes hacer nada contra ello.
Pero tómalo como un pasatiempo —continuó, dándole una palmada en
la espalda.
El
niño se puso a llorar desconsoladamente.
—No
te preocupes, cariño. —Su madre trataba de animarlo—. Ya verás
cómo cuando te vayas haciendo mayor vas esculpiendo mejor, y vas
cogiendo práctica para presentarte al concurso. Algún día, serás
capaz de hacer una estatua tan bonita, tan bonita, que sea la envidia
de todas. Y seguro que consigues ganar, ya lo verás. —Al verlo más
consolado, su madre terminó por darle una palmadita en la espalda
también. En el fondo, tenía la esperanza de que el niño abandonara
su loca idea para el año siguiente.
Sin
embargo, él no dejó de darle vueltas a la idea. A escondidas de sus
padres, sin que le vieran, se fue a la frutería a comprar un kilo de
tomates, que guardó en su habitación. Lo hizo el día anterior al
concurso, por la mañana, y se pasó toda la tarde dándole forma a
su mariposa y a su flor. Él creía que era una escultura bonita, y,
si no podía conseguir ganar, al menos lograría exponerla y que
alguien la viera al pasar por entre las otras magníficas obras.
Esa
tarde en que la llevó a la plaza, el sol ofrecía un brillo
especial. Todas las estatuas de tomates brillaban, relucientes. El
niño se acercó hasta la mesa central, donde repartían las
acreditaciones, y allí le indicaron varias opciones donde podría
colocar su pequeña estatua. Eligió un reducido espacio entre una
estatua de un marinero y la de una moto, porque siempre le había
atraído la idea de convertirse en un surcador de mares, o de tener
su propia motocicleta.
Se
pasó toda la tarde sentado al lado de su obra, viendo cómo la gente
iba y venía, observando todas las piezas presentadas a concurso.
Algunas suscitaban mayor interés que otras, pero, en general, la
gente parecía bastante indiferente. Llevaban un montón de años
viendo el concurso de las estatuas de tomates, y aunque para un
primerizo era algo sin duda espectacular, para los habitantes de
Ciudad Verdura pocas cosas podían llamarles ya la atención. Sin
embargo, al pasar por delante de la pequeña estatua del niño, las
reacciones diferían ligeramente con respecto a las mostradas al ver
el resto de las piezas.
—Caramba,
qué cutre. Ahora ya ni se esfuerzan en hacer algo decente —murmuró
una señora—. Hay que tener cara para presentar algo así.
—Pues
a mí me gusta —le respondió su hijo pequeño, que iba agarrado de
la mano—. Las mariposas me parecen muy bonitas.
—No
me parece digna de este concurso —comentó otro señor.
—Podrían
al menos haberla hecho más grande — observó un chico.
Más
gente fue pasando y pasando, cada cual haciendo sus comentarios. La
verdad es que al niño lo habían puesto bastante triste.
—Pequeño,
¿sabes quién ha hecho esta escultura? —le preguntó un señor.
El
niño tardó un rato en contestar. Una pequeña lágrima surcó su
mejilla, mientras apretaba los dientes. Luego movió la cabeza de
lado a lado, nervioso, como mostrando una negación. Sin embargo,
cuando terminó, lo reconoció:
—La
he hecho yo.
El
señor miró al niño de arriba abajo, atónito. Luego, sin mediar
palabra, se alejó en dirección al centro de la plaza. Allí se unió
a un grupo de hombres y mujeres que charlaban animadamente. Al cabo
de un rato, se subió al palco de color verde que habían instalado
para la entrega de premios, y comenzó a hablar por el micrófono:
—Queridos
ciudadanos de Ciudad Verdura —comenzó—. Llevamos ya veintisiete
ediciones de nuestro famoso y mundialmente conocido concurso de talla
de tomates. En estos veintisiete años hemos premiado de todo: la
originalidad, la espectacularidad, la grandeza, el detallismo, el
mensaje... Pero hoy me gustaría que el premio fuera diferente. Nos
gustaría premiar, tanto a mí que soy vuestro alcalde como al comité
de entrega de premios, a la escultura realizada por el pequeño joven
Rubén García, autor de la obra “la mariposa en el rosal”. Lo
vamos a premiar por su tesón, por su valentía, y por su hermosa
simplicidad. Rubén, por favor, sube al palco a recibir tu premio.
El
niño, atónito, no se creía lo que estaba escuchando. Pero la
mirada que el señor le dirigía directamente a él no dejaba lugar a
dudas: ese año había ganado el premio.
Subió
vacilante al palco, y cuando lo hizo, pudo ver a sus dos padres
observándolo emocionados. Lo miraban y lloraban. Se habían acercado
aquella tarde a pasar el rato observando las esculturas
participantes, pero no podían imaginarse que su hijo les hubiera
desobedecido y se hubiera presentado al premio. Y menos aún, que
fuera a ganarlo.
—Hola
—dijo Rubén, sosteniendo su recién conseguida copa en la mano—,
me llamo Rubén. Me he presentado a este concurso porque me gustaba
mucho esculpir los tomates. No me esperaba ganarlo, y menos aún
cuando escuché a la gente decir que mi mariposa no les gustaba. Pero
no importa, estoy muy agradecido al alcalde por haberme dado el
premio, y a todos vosotros por venir a ver las esculturas. ¡Ah! Y
también quería darles las gracias a mis padres, que son los que me
cuidan, me visten, me dan de comer y juegan conmigo.
Toda
la plaza estalló en una gran ovación, llena de aplausos y vítores.
La gente estaba de acuerdo en que Rubén hubiera ganado el premio.