Hay
que aclarar antes que todos los meses de marzo son especiales, porque
es cuando la naturaleza se viste de novia y las flores se atreven a
existir.
Dicen,
sin embargo, que aquel año tuvo algo diferente, algo que abrió la
puerta a lo desconocido y la volvió a cerrar con igual misterio,
para asombro de muchos.
Y es
que ese año, las flores comenzaron a derramar luz.
Al
principio fue algo casual, casi imperceptible. Un juego óptico,
decían algunos. Un engaño visual, decían otros. El caso era que,
cada vez que alguien se acercaba a una flor y después cerraba los
ojos, podía percibir con total claridad cómo su luz se le quedaba
pegada al párpado, y la seguía viendo.
Las
flores comenzaban a iluminarse ellas mismas, de forma muy vaga al
principio, y muy clara después, como si fueran luciérnagas.
Parecían una bombilla de bajo consumo que tarda en encender. Pero el
caso es que todo el mundo era capaz de verlo.
Los
campos se llenaban de múltiples luminarias pequeñitas, encendidas
como velitas, cada una de su color: luz blanca para las margaritas,
luz violeta para las violetas, luz rosa para las rosas, luz dorada
para los dientes de león... Aquellas flores que combinaban dos o más
colores eran todo un espectáculo, pues lanzaban varios destellos
luminosos que jugueteaban y bailaban entre sí, entremezclándose con
gracia.
Comenzó
a correr la leyenda de que las hadas habían embrujado al mundo, y de
que un hechizo mágico era el que estaba causando todo el fenómeno.
Muchos se asustaron, creyendo que aquello era un cataclismo maléfico
y que anunciaba otra serie de tremendas desgracias en cadena que iban
a terminar por erradicar a la humanidad de la faz de la Tierra.
También había algunos (no muchos), que decían que las flores eran
como las personas, cada una con su propia luz, y que ese año les
había dado por querer demostrárnoslo. Que no era nada espectacular,
porque siempre estaban brillando, pero que la diferencia era que ese
año éramos capaces de verlo. Lo achacaron a no sé qué fenómeno
visual provocado porque estábamos atravesando el centro de la
galaxia.
Hubo
incluso una niña que fue capaz de articular su propia teoría. Una
teoría a la que al principio no le hicieron mucho caso, porque era
bastante rompedora, pero que poco a poco fue ganando adeptos:
Decía
esta niña que las flores eran como canciones. Que cada una tenía su
propia melodía, y que esto era gracias a que cada flor está
presente en todas las dimensiones a la vez. En cada dimensión tocaba
una nota musical diferente, y el conjunto de todas ellas, la canción
final, era la que podíamos contemplar en nuestra propia dimensión
si teníamos los ojos del corazón bien abiertos.
La
verdad es que esta teoría no explicaba demasiado el porqué del
brillo de las flores, pero era muy hermosa y mucha gente comenzó a
interesarse por ella. Llegaron a la casa de la niña científicos,
curanderos, chamanes, investigadores... Todos ellos acompañados de
un batallón de periodistas que, día y noche, montaban guardia al
lado de la casa de la niña para poder hacerle fotos y sacarle
algunas declaraciones.
Los
científicos decían que la niña estaba loca y que nada de lo que
decía era verdad. Que su teoría iba en contra de la ciencia moderna
y que no podía demostrarse ni medirse. La acusaron de charlatana y
de querer lucrarse con sus estrambóticas afirmaciones. La niña los
miraba con los ojos como platos, y se callaba.
Los
curanderos y los chamanes decían que aquella niña era una enviada
de los dioses. Que tenía poderes sobrenaturales y que era muy
milagrosa. Le quitaban pelos, le robaban prendas de ropa y enseres
personales y los vendían diciendo que servían para curar toda clase
de males. La niña los miraba con los ojos como platos, y se callaba.
Los
investigadores eran los únicos que le hacían preguntas, y la niña
siempre respondía lo mismo:
—Lo
importante no es lo que yo digo, son las flores. Están brillando, y
vosotros os las estáis perdiendo con toda esta polémica. Id con
ellas y miradlas con el corazón. Si sois lo bastante sensibles,
ellas os desvelarán su mensaje. Es diferente para cada ser humano.
Irrepetible y único. Como las personas.
Lo
cierto era que las flores seguían derramando gentilmente su hermosa
y sutil luz. Como candelitas que iluminaban la hierba, con un fulgor
casi incandescente pero que no era capaz de quemar, salpicaban los
prados y los parques de aldeas y ciudades. Regalaban un espectáculo
tanto más maravilloso cuanto más entrada estaba la noche.
Algunas
personas fueron capaces de aprovecharlo. Se paseaban hasta las
flores, y las flores les contaban su historia. Aquellos que sabían
escuchar supieron de las peripecias de las flores, de dónde venían,
quiénes eran, para qué iluminaban los campos día y noche con su
maravilloso colorido; y ese año también, con su fantástica luz.
Se
organizaron excursiones de colegios y asociaciones, que acudían a
los parques y a los bosques con cámaras y, sobre todo, con el
corazón abierto, para poder regalarse esa luz que las flores
derramaban día y noche a todo aquel que la quisiera recibir.
Algún
artículo de revista especializada en botánica fue escrito, y alguna
canción de piano compuesta. Alguna poesía les dedicó sus versos, y
algunas oraciones les fueron enviadas a las flores. Era un espacio
sagrado, en el que no muchos osaban entrar.
Al
final, después de una primavera agitada que duró sus escasos tres
meses, las flores se apagaron y dieron paso al verano.
La luz
del sol lo inundó todo. Fuerte, enérgica, potente. Calentó los
ríos y las veredas, iluminó con sus destellos la tierra y la mar, y
las flores supieron que ya no era su tiempo y se volvieron a dormir.
Hasta el año siguiente, en el que volverían a despertar.
Mucha
gente esperó ese momento con expectación, con los ojos ávidos y
las mentes inquietas, aguardando a que los prados se volvieran a
iluminar de nuevo con aquellas sutiles e increíbles melodías de
colores. Esperaban que puntitos luminosos de diferentes tonalidades
vistiesen de nuevo al campo de magia, pero ya nunca sucedió. Nunca
más volvieron a brillar las flores. Nunca más derramaron su luz
otra vez.
Cuentan
los ancianos que todo es un ciclo dentro de otro ciclo más grande, y
que las flores solo están esperando a que llegue de nuevo su tiempo
para volver a brillar.
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