Nacían
flores en sus cabellos.
Grandes,
pequeñas, coloridas, sedosas, ásperas en ocasiones.
No
importaba que el aire del sur robara todos sus pétalos de manera
escandalosa; aquel prodigio era instantáneo y al poco las flores
volvían a brotar, esplendorosas.
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Ilustración: Marta Santos |
Ella
reía. Bailaba. Cantaba por las mañanas, perseguía mariposas,
hablaba con los pájaros. Estos la rodeaban, como rindiéndole un
homenaje, y luego continuaban su vuelo hacia lo alto de los árboles.
Por
todas estas maravillas, los pocos aldeanos a los que les había
permitido que la vieran sospechaban que era un hada. Pero ella, en su
corazón, se sabía una bruja. Un ser que nunca llegaría a la
perfección tras la cual siempre corría. Por eso guardaba suss
secretossss... Ssssshh...
Sus
secretos tenían formas oscuras, como la noche. Se escondían de
todos aquellos que llegaban al bosque con mezquinas intenciones. Solo
los duendes, las ninfas y los elfos comprendían; porque vivían en
ella. Apreciaban todas sus flores y las respetaban, sin pedirle nada
a cambio. Jamás se les ocurría arrancarlas, aunque sabían que
tenían fecha de caducidad y se iban a marchitar. Ellos habían
llegado a la maestría que podía dejar que las cosas siguieran su
curso.
Pero
en la aldea no. En la aldea era diferente. La locura se había
instalado hacía mucho en los corazones de sus habitantes, quienes
eran capaces de pisotear las flores si los jefes de la tribu se lo
ordenaban. Las arrancaban y cultivaban a su conveniencia, sin
respetar los cursos naturales. Sólo importaban sus deseos egoístas,
alimentados sin cesar por los libros y las canciones que por la aldea
circulaban sin cesar, instigados por dibujos y pinturas que pasaban
de mano en mano y que la representaban a ella, a la dama de este
cuento, como una víctima.
La
hipocresía reinaba por doquier. La convertían en víctima y fingían
apiadarse de ella para poder convertirse en sus verdugos (aunque sin
reconocerlo, eso sí).
Pero
eso a ella le daba igual. Nunca había entrado en juicios. Sabía que
no era víctima de nadie, ni tampoco la dama cruel y caprichosa que
otras veces pretendían. Era el juego que ellos habían inventado. No
tenía nada que ver con ella.
Ella
había estado desde mucho tiempo antes de que construyeran aquel
pueblo. Lo había visto nacer y crecer, como había visto a otros
antes en el mismo lugar, aunque los vecinos de ahora pensaran que
nunca antes se había establecido otra comunidad allí. Tampoco
aceptaban que pudieran existir otras aldeas en tierras lejanas. Ellos
habían cegado tanto su corazón que pensaban que eran los únicos.
Ella
sí sabía que habían florecido otras tribus en aquel lugar. Por eso
también sabía que, independientemente de que sus habitantes
transformasen la aldea en un paraíso o se terminaran destruyendo
unos a otros con sus retorcidos y macabros juegos, ella seguiría
siendo la misma y continuaría corriendo por el bosque. Perpetuaría
su secreto para revelárselo solo a quien pudiese escuchar. Un hada
para algunos, o una bruja para otros.
En
realidad, su ser no era ninguna de las dos cosas, y era las dos a la
vez.
Era
simplemente ella. Era la Madre Tierra. Era Gaia.
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