S/T. Marta Santos García. Acrílico sobre lienzo. |
La oscuridad se cernía sobre el mundo a pleno sol. La ignorancia y la tiranía habían ganado la partida. El infierno se hacía más opresivo que nunca. Las cadenas de la prisión apretaban hasta sangrar.
Pero la gente, en la calle, sonreía.
Niños con las sonrisas amputadas. Expresiones humanas que se fundían en el más cruel y absoluto de los anonimatos. Las cadenas eran invisibles. Pero dolían más que nunca.
El aire oprimía.
Cada segundo de vida era una lucha por no sucumbir a las llamas del averno, que acabarían tragando todo. Ocultaban sus mañas con manipuladora hipocresía. Con su red de mentiras, devoraban el mundo hasta el final. Hasta que no quedase un instante de aliento.
Era imposible respirar.
Envenenaban los árboles. Asesinaban a las abejas. Contaminaban el aire. Preparaban inyecciones letales para condenar a toda la humanidad a muerte. Y se desesperaban por comenzar a ejecutar las sentencias. Los ejércitos estaban listos para comenzar la cacería. El enemigo, las personas. Cualquier humano que respirase y se moviese por encima de la esfera del globo terráqueo.
Sus alas eran las alas de la muerte. Sus plumas, aquellas que firmaban las sentencias a muerte de la humanidad.
Pero sonreían.
Ellos siempre sonreían.
No habría testigos. Ellos tenían el control. Cualquier rebelde sería perseguido hasta la total aniquilación. Sus pretextos se vestían con la más pura y luminosa de las virtudes, los ropajes más blancos para el esqueleto putrefacto de la muerte.
En el infierno silencioso, no digas una sola palabra.
Nadie te creerá.
Preparados para robar tu alma, elaboran en sus laboratorios las más inimaginables pócimas.
Quieren controlar al milímetro cada uno de tus movimientos hasta el final de tus días.
Pero no les vamos a dejar.
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