Ningún lugar
Foto: Rafael Ribera Carballo |
Volvía para
casa.
Sin saber por
qué, miró hacia atrás. Nadie le seguía.
El sudor de su
frente volvió a aparecer, inflexible. Había pasado demasiado tiempo refugiado
en la protección de una biblioteca, y ahora el miedo al mundo lo atenazaba.
No se acordaba
de cómo eran los seres humanos.
En su infancia
había visto algunos, y creía recordar que estaban dotados de brazos, y de
piernas. Y en la mitad de su cabeza tenían ojos. Dos ojos, que siempre lo
miraban, pero casi nunca con amor. A veces con frustración, en ocasiones con
altanería, algún que otro momento con indiferencia. Pero nunca con amor. Esa
calidez confortable solo existía arriba, en el mundo de los sueños y en el de Lo
que Realmente Existe.
Cruzó la
desértica calle.
En aquel mundo
apocalíptico, el único transeúnte que producía sonido al arrastrar los pies
sobre la acera, era él mismo. Y las ramas de los árboles murmuraban para
acompañarlo, y para que no se sintiese solo.
Pero allí, en
realidad, no había nadie.
Solamente estaba
él, hasta el día en que descubriese que alguien más había sobrevivido al Gran
Silencio.
Entonces se
reencontraría con un ser humano, después de tantos años, y ya no sabría cómo comunicarse
con él. Se había olvidado.
Tenía la
sensación de que tenía que articular algún tipo de sonido, pero no estaba
seguro. Al tiempo que meditaba en ello, su miedo se fue transformando en
curiosidad. Quería conocer a alguien, hacía mucho tiempo que no sabía cómo era
la sensación de mirar frente a frente a un ser como tú mismo.
Acariciaba con
los ojos a los pequeños ratones, a los saltamontes, a las arañas. A todo aquel
ser que se movía y que tenía vida propia, pero ellos no le respondían. Él se
acordaba de que los seres humanos solían hacerlo. Eso era lo que le gustaba de
ellos.
Que reaccionaban
de un modo imprevisible. Nunca sabías si te iban a atacar, o si se iban a
mostrar dóciles y sumisos, o si optaban por una reacción completamente distinta
a las dos anteriores. Eso era lo que temía de ellos.
Él negó con la
cabeza. No, no quería volver a ver a un ser humano. Pensar profundamente en
ellos le había hecho volver a sentir miedo, y no le gustaba.
Aceleró el paso.
Se sintió bien, y lo aceleró entonces un poco más. Terminó corriendo, para
sentir el aire contra su pecho.
Definitivamente,
se sentía bien. Y no quería volver a ver a un ser humano.
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