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lunes, 1 de junio de 2015

El robot que tenía corazón

Foto: Marta Santos
En aquella casa había muchos robots.

La dueña era precisamente la directora de una de las empresas fabricantes de robots más famosas a nivel mundial: Bot S.A. Por ello, aquel piso completamente automatizado tenía implementado un robot para cada tarea.

Además de las tareas de la lavadora, la secadora y el armario planchador automático, había un robot que distinguía cada prenda nueva que se registraba en su base de datos y la guardaba en el lugar al que le habían programado para ello. Otro robot, por su parte, se encargaba de la revisión de las prendas, deshaciendo las manchas rebeldes con un láser especial que detectaba su posición y existencia.

Aparte de estos robots encargados de la gestión de la ropa sucia, había otros robots que se encargaban de la comida. Un robot conectado a internet hacía un registro diario de los alimentos, encargando cada cierto tiempo pedidos de aquellos que faltaban en las cantidades adecuadas a una tienda en la red. Otro robot escogía y preparaba aquellos alimentos de acuerdo a una tabla de menús que había sido insertada en su software, y que podía cambiarse cada cierto tiempo. También existía el robot que ponía y recogía la mesa, colocando los platos en el lavavajillas y sacándolos cuando éste, conectado a la misma red interna, avisaba de que la tarea de lavado de platos había sido efectuada.

Cómo no, la dueña se servía además de robots de limpieza, que limpiaban el polvo, aspiraban, fregaban, recolocaban las cosas en su lugar adecuado realizando fotografías que escaneaban la casa cada cierto tiempo y devolvían a su lugar todo aquello que se había movido, ya fuera una figurita, un cuadro o un sofá. Un robot tenía asignadas las funciones de limpieza del baño cada tres días, mientras que la cama contaba con un mecanismo para rehacerse cuando el sensor de peso le indicaba que la persona ya se había levantado. Esta también contaba, al igual que todos los robots de la casa, con un sistema operativo conectado a la red interna de la casa, por lo que combinaba su acción con las ventanas, que se abrían automáticamente para ventilar la casa cinco minutos antes de que la cama comenzara a rehacerse.

La acción de los robots permitía un mantenimiento adecuado de la casa, y contaban con múltiples parámetros que podían cambiarse desde el ordenador central. Desde allí podía decidirse la temperatura de la casa, cuánto tiempo iban a estar abiertas las ventanas, cuántas veces por semana se iban a limpiar los baños, qué ropa debía lavarse y cómo...

Pero no sólo los robots se ocupaban de la casa. También chequeaban el estado de salud de su dueña, haciendo análisis una vez al mes de su sangre, orina y heces. También purificaban su sistema linfático realizando una depuración de toxinas una vez a la semana por medio de una máquina que filtraba el sudor de los pies mediante un baño relajante de éstos. Además, un robot realizaba un masaje integral siempre que se lo accionaba, y la bañera tenía una función termal que calentaba el agua a la temperatura adecuada y añadía las sales minerales precisadas.

Todo funcionaba de una manera perfecta, armoniosa, casi paradisíaca. Si no fuera porque uno de esos robots tenía corazón.

Eleanor, la dueña, no se dio cuenta hasta cinco meses después de haberlo adquirido. Lo encargó con el resto de robots de la casa, y le llevó ese tiempo acostumbrarse al funcionamiento completamente automatizado de aquella vivienda. Fue entonces cuando comenzó a darse cuenta de las cosas que eran habituales, que funcionaban bien, y las que no.

Un día, comenzó a detectar que había un robot que trabajaba ligeramente más lento que el resto. Se trataba del robot que guardaba la ropa. La diferencia no era muy apreciable, pero cuando lo comparaba con el funcionamiento del robot que colocaba los objetos desordenados, el tiempo de ejecución de su tarea era mayor. Esta diferencia fue aumentando conforme pasaban los días. Eleanor no sabía si se debía a que ella se estaba enfocando demasiado en el comportamiento de ese robot en concreto, o que realmente éste trabajaba más lento de lo esperado.

Pasó unas dos semanas observándolo, y entonces comenzó a percibir otras anomalías. Por ejemplo, el robot no entraba en su habitación si ella se encontraba durmiendo dentro. Al principio pensó que tendría algún sensor que lo programaba para ello, pero, al bucear en sus circuitos internos, no encontró ninguno con esta función. Además, desde ese día en el que decidió mirar aquellos circuitos, el robot comenzó a acercarse más a ella. Aparecía a veces cuando ella estaba en el salón viendo la televisión o leyendo una revista. Se quedaba quieto, a unos dos metros de donde Eleanor estaba, y luego volvía a marcharse.

Aquello no era racional. No obedecía a ninguna programación establecida. El robot sólo debía recorrer el espacio que separaba el armario de plancha de la habitación de su dueña, y luego volver al cuarto central de robots situado en la cocina, donde permanecería hasta la próxima colada.

Las apariciones del robot en los alrededores de Eleanor comenzaron a hacerse cada vez más frecuentes. Lo veía cuando salía del baño, esperándola. Cuando llegaba a casa, salía él por el pasillo a darle la bienvenida. Las veces en que se quedaba dormida en el sofá, sentía a veces un trozo de metal sobre su frente que la despertaba, y al abrir los ojos veía uno de sus cinco brazos robóticos acariciándola.

La mujer no lo dudó más. O se estaba volviendo loca (lo cual no era probable, dado su perfecto desempeño en todas las restantes áreas de su vida), o aquel robot tenía vida propia. Aquel robot parecía tenerle aprecio. Parecía tener un corazón.

Aquello cambiaba las cosas. Ella no podía tener un robot trabajando todo el día para ella, sabiendo que tenía un corazón.

Eleanor encargó otra unidad igual a aquel robot. Tras asegurarse de que este segundo ingenio no tenía reacciones anómalas, comenzó a tratar al primero como un animal de compañía. No le daba de comer porque no lo necesitaba, pero sí recargaba sus baterías y limpiaba sus circuitos. Lo llevaba a pasear con ella. Lo dejaba sentarse a su lado cuando veía la televisión. Jugaban juntos al pilla-pilla, a juegos de pelota, a juegos de mesa. Hacían concursos de adivinanzas.

Con mucho cariño, y mucha imaginación, la mujer convirtió al robot en un auténtico compañero de viaje. Se inventaron un idioma propio, y era cierto que resultaba particularmente extraño ver a aquella mujer gesticular frente a aquel robot. Siempre que se comunicaban en un lugar público, la gente ponía cara de extrañeza. Entonces, Eleanor se llevaba un dedo a la punta de la nariz, y el robot daba un giro completo sobre sí mismo.


Aquello significaba que se estaban riendo.

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