Con la tecnología de Blogger.

Creative Commons

lunes, 16 de febrero de 2015

El colgante. Eslabón 5

Foto: Marta Santos
Aquella noche, Sonia cenó macarrones con atún y salsa de tomate, y Armando también. Fue su primera cena. Una cena de miradas. A veces, los ojos son capaces de comunicarse entre sí y de contarse cosas que los labios no se atreven a pronunciar. Fue una charla en silencio muy larga, y también muy interesante. Armando descubrió que Sonia correspondía al amor que el bosque le ofrecía, y comenzó a asumir que nunca podría arrancarlo de su corazón. Debería tragarse sus celos aunque no fuera fácil. Nadie dijo que competir con la savia y las ramas pudiera calificarse de sencillo.

Pero esa noche el pescadero no fue el único que descubrió algo. Los ojos cerilla de Sonia tuvieron la oportunidad de retroceder más de quince años hasta un padre violento, una infancia con grilletes y una madre que cocinaba magdalenas con miel. Los grilletes no se autoabsorbieron cuando el padre violento cerró por última vez su maleta; tan sólo cambiaron de color. Nadie preguntó adónde había ido el esposo de la pescadera, todos sabían que a la pobre mujer le había tocado por fin la lotería. Las clientas moldeaban el rostro del pequeño Armando con millones de besos mientras éste se mantenía imperturbable con la mirada fija en la puerta. Aquella puerta por la que estaba seguro de que pasaría la mujer que le quitaría los grilletes cuando fuera mayor. Él estaba convencido de que debía de existir otra alma tan bella y pura como la de su madre, y de que algún día la encontraría. Pero él no se comportaría como su padre. Se juró que, una vez que la hubiese encontrado y que su corazón la hubiese reconocido, la trataría como se merecía. Como a una reina. La reina de su propio cuento.

Sonia le ayudó a recoger los platos y colocarlos en el lavavajillas. Armando barría, sin poder apartar la mirada de aquellas finas manos que acariciaban la mesa con la vieja bayeta amarilla.
Analizó su vestido blanco, que comenzaba a mostrarse algo ajado, y la llamó. Con voz dulce.

Sonia...

¿Sí?

¿Te apetece darte un baño? Antes, en la fuente... Ibas a bañarte, y no te he preguntado si te apetecería hacerlo ahora.

Ella, como siempre, le respondió con una sonrisa diamantina.

¡Claro! Pero me apetecería bañarme contigo.

Armando se ruborizó.

¿Conmigo, dices?

Sonia notó el encendido color rojo que serpenteaba entre las mejillas de su amado. Retiró la mano de la vieja bayeta amarilla y cruzó los ojos con los de su amado.

Verás... En mi familia, darse un baño con alguien simboliza un juramento de lealtad eterna. El acto de purificar dos cuerpos en la misma agua se considera una promesa inquebrantable, y se hace cuando dos almas desean convivir en armonía para siempre. Es... una especie de matrimonio. Armando, deseo que te bañes conmigo.

0 comentarios:

Publicar un comentario