Foto: Marta Santos |
Nerea
se despertó.
Se encontró tumbada encima de una roca curvada, con la espalda dolorida por la mala postura que acababa de coger. Se llevó las manos a las lumbares, con una mueca de fastidio. De pronto, la roca se movió. Si no fuera por un veloz sentido del equilibrio, nuestra protagonista ya se habría dado de bruces contra el suelo. Pero, ¿qué rábanos estaba sucediendo?
Se encontró tumbada encima de una roca curvada, con la espalda dolorida por la mala postura que acababa de coger. Se llevó las manos a las lumbares, con una mueca de fastidio. De pronto, la roca se movió. Si no fuera por un veloz sentido del equilibrio, nuestra protagonista ya se habría dado de bruces contra el suelo. Pero, ¿qué rábanos estaba sucediendo?
—¡Estas
niñas son cada vez más maleducadas! ¿Quién os enseña a dormiros
encima de la gente? ¡Así no hay quien viva! ¡Bastante tengo yo con
escapar de los caminos, para que no me chafe algún excursionista
despistado!
—Lo
siento, Señor Caracol, no le había reconocido. Cuando me recosté
encima suya a descansar, su dura concha me pareció una roca
normal... Muy cómoda, eso sí.
—¡Eso,
eso! ¡Encima recochineo! Si es que ya no hay educación —el Señor
Caracol parecía realmente indignado. Su verde cabeza, que no se
distinguía en absoluto del cuello ni del resto de su cuerpo, se
levantó ligeramente para poder contemplar mejor a nuestra amiga.
—¿Y
quién te ha traído hasta aquí?
—Una
nube —respondió, agachando la cabeza. Nerea se sentía ligeramente
culpable por haber abusado de aquel cúmulo de algodón que se había
ofrecido a transportarla hasta el país de los sueños, pero no le
dio demasiadas vueltas. Al fin y al cabo, ya se sabe que las nubes
pueden viajar kilómetros y kilómetros sin cansarse, porque quien
las lleva es el viento.
—Ah...
Nunca había conocido a ninguna niña que supiese subirse a las
nubes.
—Pues
yo sí.
—Entiendo
—concluyó el caracol. Despacito, comenzó a alejarse, dejando una
estela plateada tras de sí, formada por su babilla.
—Te
estás babando —dijo la niña.
—Muy
graciosa —replicó el Señor Caracol—. Eso ya lo sé.
—Oye,
¿estás enfadado conmigo? Siento haberme quedado dormida encima de
ti, pero es que no veía ningún otro sitio donde tumbarme a
descansar, y tú estabas tan lisito y tan curvo...
—No
es eso. O bueno, sí —murmuró el Señor Caracol mientras se
alejaba, poquito a poquito, poquito a poquito—. Son todas las niñas
y todos los niños y todos los humanos que venís al país de los
caracoles. Nos usáis para repantigaros encima de nosotros, nos
chafáis la casa, y los más crueles incluso nos quitáis una
antena... Así no se puede vivir. Los humanos no sois bien.
—Bueno,
puede que seamos un poco torpes, y despistados, y vale, sí, algunos
son muy crueles con vosotros... Pero la mayoría de las veces no os
fastidiamos aposta.
El
Señor Caracol siguió alejándose. Nerea no podía ver su cara,
porque estaba detrás de él, y por tanto no podía saber si la
estaba escuchando o no.
—Señor
Caracol, ¿por qué no nos perdona? ¡Señor Caracol!
Nerea
dio dos pasitos hacia adelante para alcanzarlo, lo que no le fue muy
difícil dado que los caracoles son lentos, y se puso a su altura.
Entonces vio que el Señor Caracol estaba llorando.
—¡Señor
Caracol! ¿Qué le sucede?
—¡Vosotros
chafasteis a mi madre y le quitasteis una antena a mi padre! ¡Y a mi
hermano lo dejasteis sin casa! ¡Malos, malos, malos, malos, malos!
El
Señor Caracol lloraba y lloraba, y sus lágrimas formaban un sendero
plateado que brillaba tanto como su babilla. El sendero se hizo cada
vez más grande, alimentado por las lágrimas del Señor Caracol, y
las lágrimas se elevaron al cielo, desapareciendo después de haber
parpadeado frente a la luz del sol.
El
Señor Caracol se quedó mirando al cielo vacío con los ojos fijos,
sin decir nada.
—Ma...
mamá. Mamá, ahora que sé que estás bien... te quiero —susurró.
Luego se dirigió hacia Nerea y, con los dos ojitos que florecían
encima de la punta de sus antenas bien abiertos, la miró y le
sonrió:
—Gracias,
niña humana. Gracias a que has venido, mi madre me ha hecho una
visita para decirme que está bien.
—¿En
serio la has visto? ¡Qué bien! ¡Cuánto me alegro! ¿Y cómo se te
ha aparecido? ¿Estaba en el cielo?
—Sí
—contestó el Señor Caracol—, la he visto montada encima de una
nube, como tú —y dicho esto, le guiñó uno de sus dos pequeños
ojos. Parecía un poco más contento— ¿Quieres venir a mi casa? Te
invitaré unas galletas. ¡Tengo que contarles a mi padre y a mi
hermano que la he visto!
Nerea
y el Señor Caracol caminaron durante un buen rato, teniendo en
cuenta que los caracoles se mueven muy despacito y Nerea rara vez
daba algún pasito hacia adelante, mientras que su recién estrenado
amigo, el Señor Caracol, no dejaba de arrastrarse lentamente ni por
un instante. Pero por fin, llegaron juntos a una casa que tenía la
forma de una concha de caracol gigante. El Señor Caracol empujó la
fina puerta fabricada con hojas de árbol, y le hizo una señal con
la cabeza a Nerea.
—Pasa,
por favor. No te quedes fuera.
La
niña entró, y se quedó fascinada. Los muebles de la estancia
principal y de la cocina estaban construidos con ramitas de madera
perfectamente recortadas y unidas con hilos, y tanto la encimera como
las mesas, el sofá y las sillas estaban recubiertos con grandes
hojas de lechuga.
—Caraluis,
¡qué pronto has vuelto hoy! ¿Y eso? —otro Señor Caracol asomó
su cabeza por entre las orejas del sofá. Nerea observó que le
faltaba la concha.
—¡Carajavier!
¡Hoy he visto a mamá!
Nerea
dedujo que Carajavier debía de ser el hermano de Caraluis, el Señor
Caracol que ella había conocido aquella tarde.
—¿A
madre? —el hermano del Señor Caracol original se levantó del
sofá, tan rápido y veloz como fue capaz—. ¿Acaso es eso posible?
—Sí,
hoy he conocido a esta niña y he discutido con ella... ¡Pero
después de haber llorado, mis lágrimas se deshicieron en el cielo y
justo encima pude ver el rostro de madre, que me sonreía!
—Caramba,
tu amiga te ha dado buena suerte...
El
hermano del Señor Caracol no pudo terminar la frase, porque
enseguida apareció en la estancia otro Señor Caracol, más grande
que los dos anteriores. A éste último le faltaba una antena.
—¿De
qué habláis, hijos? ¡Anda, si hoy tenemos una invitada! ¿Quieres
un té con galletas?
—¡Papá,
Caraluis dice que ha visto a mamá hoy! —Carajavier no cabía en sí
de emoción. Pero su padre, que había agarrado una taza, la soltó
de repente.
—Caraluna...
No puede ser...
—¿Por
qué, papá? —quiso saber Caraluis.
—Porque
yo también he visto a Caraluna hoy, frente a mí. Me sonreía. Pero
pensé que eran mi imaginación y mis ganas de verla... —esta vez,
las lágrimas fluyeron en torrente desde los dos ojillos del Señor
Caracol Padre. Al hacerlo, una antena fue creciendo lentamente en el
lugar donde sólo le quedaba la marca de la anterior. Carajavier
también se sorprendió, porque en su espalda comenzó a regenerarse
una concha que pronto se convertiría en su nueva casa.
Caraluis
no cabía en sí de asombro. Sólo pudo girarse hacia Nerea, y darle
las gracias.
—Creo
que los humanos sí sois bien. Hoy, gracias a tu aparición he visto
a mi madre, mi padre ha vuelto a tener antena, y mi hermano su
concha. Gracias.
Carajavier
sonrió.
—Vas
a tener que venir más a menudo al país de los caracoles a
visitarnos, niña.
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