Foto: Marta Santos |
Noel estaba absolutamente desorientado. Tenía un mapa en la mano, que le había dado uno de los guardianes de la puerta principal, pero aquel trozo de papel lleno de líneas de colores lo aturdía aún más. Probó a caminar sin rumbo, eligiendo para ello el pasillo central. No había aceras en aquella ciudad; la ausencia de coches no sólo permitía a los viandantes ocupar toda la calle, sino que además el aire que se respiraba era perfumado y limpio como el de un campo al amanecer.
El
cristal pulido que conformaba las vías, las fachadas de los
edificios, las farolas, las papeleras y todo en general, dotaba a
aquella ciudad de un color azul pálido que reflejaba los rayos del
sol por momentos.
No
había que olvidarse de que aquella ciudad levitaba suspendida por
los aires, flotando sobre las nubes, y que sólo las corrientes de
aire caliente que propulsaban los motores hidrosónicos de sus
cimientos eran las que mantenían todo aquel universo en pie. De vez
en cuando, alguna nave ultraligera volaba por encima de los enormes
edificios acristalados de la ciudad, recordándole a Noel que, además
de los tubos públicos de teletransporte, también había personas
con nivel adquisitivo suficiente como para hacerse con un método de
transporte privado.
Después
de recorrer las dos primeras calles de aquella mole acristalada, Noel
decidió tirar el mapa a una papelera de reciclaje de cartón. Ya no
le valía, puesto que sólo tenía ocho horas para visitar todo aquel
complejo antes del toque de queda. Decidió, por tanto, entrar en una
tienda. Anunciaba souvenirs, y el escaparate parecía estar repleto
por encima de sus posibilidades. Había figuritas de cristal, de
porcelana, postales, minitelevisiones que proyectaban visitas a
través de la ciudad en versión holográfica, e incluso minirobots
con la misma apariencia de sus ciudadanos que recitaban las bondades
de la misma, y de vez en cuando, se ponían a cantar.
Fue
uno de estos robots, pero a tamaño natural, lo que lo sorprendió al
entrar en la tienda. Cantaba una fácil y pegadiza letrilla de
recibimiento, a la vez que movía los brazos de arriba abajo. Sus
ojos eran blancos, al igual que su piel y el mono que vestía. Su
pelo rubio platino, largo y lacio, le caía sobre los hombros. Era
tan inquietante como los habitantes de aquel fantástico lugar.
—Hombre,
¡un humano de abajo! ¿Qué tal, compadre? ¿Qué opina de la gente
de aquí arriba? —lo saludó jovialmente el tendero. Su apariencia
era casi idéntica que la del robot. Noel casi podría aventurarse a
decir que realmente lo encargaron para él.
—Bueno,
un poco diferente de vosotros. Ya sabéis que desde la guerra del
Cielo y la Tierra, no muchos de mis congéneres se animan a subir
hasta aquí arriba.
—Normal,
normal, les hemos dado caña a esos estúpidos con nuestras campañas
informativas. No ha sido necesario ningún derramamiento de sangre,
pero la victoria táctica en la guerra de la información ha sido de
lejos para nosotros. Somos mucho más inteligentes —comenzó a
disertar el tendero. Conforme hablaba, a Noel le iba cayendo menos
simpático cada vez. Su falta de delicadeza para los más
desfavorecidos que habitaban sobre la superficie de la Tierra no le
parecía una cualidad atrayente.
—Nosotros
aguantamos el rigor del sol cuando quema en los mediodías de verano,
y nos helamos cuando las noches invernales cubren el atardecer. La
vida en la superficie de la Tierra es mucho más difícil que en
estas ciudades aclimatadas del Cielo, donde la temperatura siempre es
la misma y complejas máquinas regulan las corrientes de aire. Este
hombre debería tener un poco más de respeto al hablar de nosotros
—pensó para sí.
—¡Chico!
¡Chico! ¿Te pasa algo? Te noto muy callado y muy serio. ¿Tienes
hambre? Claro, ahí abajo no contáis con nuestro avanzado sistema de
buffetes móviles por la calle, y es difícil que los entiendas. Si
quieres te enseño cómo funcionan. Quizás te apetezca un bocadillo
hipernutritivo, o un batido hipocalórico supravitaminado. Ya verás
cómo enseguida te sientes mejor que en ese nido de poblados tribales
donde vives.
—No,
gracias. No es eso. Es que me apetece miccionar, y creo que voy a
tener que dirigirme a uno de vuestros baños públicos flotantes.
Pero no se preocupe; sé cómo utilizarlo. Hasta luego, gracias —el
joven agarró el pomo de la puerta y la cerró despacito tras de sí.
Luego exhaló un suspiro, y se alejó andando de aquel lugar. No
tenía gana alguna de orinar.
Continuó
paseando por las calles, contemplando cómo la gente iba y venía;
algunos se detenían en los escaparates, otros jugaban en los parques
con sus hijos, y algunos ancianos dormitaban en los bancos públicos.
La gente de aquel lugar no era muy diferente en sus costumbres de los
que habitaban las ciudades de la superficie de la Tierra. Lo único
que los diferenciaba eran sus largas melenas, y la claridad de su tez
y sus vestiduras.
Noel
se sentó también en un banco, al lado de un anciano que cabeceaba a
causa del sueño. Observó sus manos, caídas sobre las rodillas, y
el suelo pulcro que se extendía a su alrededor. Si estuvieran en la
superficie de la Tierra, un reguero de pipas salpicaría el suelo, y
una nube de palomas devorarían ávidas mendrugos de pan arrojados
por las manos del anciano. Noel suspiró. No había visto más que
dos calles de aquella ciudad, pero no le apetecía seguir andando. Se
le antojaba toda igual, toda simétrica, limpia y acristalada. Las
tiendas no ofrecían más que aparatos electrónicos ininteligibles,
y los monumentos y los parques se sucedían siempre con la misma
frecuencia y las mismas formas. Visto uno, vistos todos.
Noel
se dejó llevar. El sopor del anciano se le contagió, y pronto se
encontró con los párpados entrecerrados y la cabeza caída de medio
lado. No supo cuánto tiempo pasó. Debieron de ser horas, porque lo
próximo que oyó fue el estruendo de una sirena, que lo hizo saltar
del banco e incorporarse de un golpe.
—¡El
toque de queda! ¡El toque de queda! ¡Todos a cubierto! —gritaban
los policías, esforzándose porque todo el mundo entrase dentro de
sus acristaladas y herméticas viviendas.
Noel
sabía que ya era hora de irse. Cogió su mochila y desplegó el mini
globo aerostático que contenía. Lo desplegó y se lanzó
rápidamente por uno de los bordes de la ciudad, saltando la valla y
precipitándose al vacío. Mientras bajaba, pudo escuchar los
zumbidos de las naves que sobrevolaban la ciudad, lanzándole rayos
paralizantes y destructores. Él sabía que ningún habitante de la
ciudad perecería en aquel ataque, pues los habitantes de las
ciudades del Cielo tenían una medicina y una tecnología que
superaban por años luz la de los habitantes de la superficie de la
Tierra. Sin embargo, no pudo evitar pensar lo curioso que era que
aquellos seres tan supuestamente avanzados, los que habían doblegado
y mantenido a raya a los habitantes de la superficie, también
tuviesen sus propios enemigos.
Allí,
Noel comprendió que siempre hay un enemigo superior.
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