Foto: Marta Santos |
Llevaba un carrito azul fosforito, que era el que más le gustaba; ningún otro carrito que su madre había tenido nunca le gustaba tanto como ese. Tenía una flor blanca grande, y dos un poco más pequeñas en la parte de arriba, que iban subiendo como si de burbujas se tratase. No era ningún carrito supremamente especial por ninguna cualidad, pero la verdad era que a Nuria le encantaba. Le agradaba tanto, que cada vez que iban a comprar y no llevaban ese carrito, una sensación de melancolía y disgusto se apoderaba de ella. Tanto, que se pasaba el resto de la mañana en silencio, con los brazos cruzados y la mirada perdida en algún lugar.
Pero
ese día, afortunadamente, llevaban el carrito azul. Al llegar a la
puerta del supermercado, lo encadenaron a las taquillas con una
moneda de cincuenta céntimos. Cogieron una cesta roja de las que se
apilan en la entrada para coger los productos, y en cuanto echó a
rodar y avanzaron por el pasillo, lo perdieron de vista. Nuria
trataba de seguirlo de todas formas con la mirada, pero entre aquel
batiburrillo de estanterías y productos, la tarea se le hizo
francamente titánica. Por ello, decidió confiar y adentrarse en
aquel mar de objetos desconocidos y variados.
Lo
primero que vio fue una caja de galletas de chocolate. Parecían muy
apetitosas, pero su madre pasó de largo.
—¡Mamá,
mamá! ¿Me compras las galletas? ¡Porfa, porfa, porfa!
—Nooo
—replicó la madre, siguiendo su camino.
—¿Y
por qué no? —insistió Nuria.
—Porque
no.
—¿Y
por qué porque no?
—Porque
noooo —respondió, paciente, la madre.
—Pero
eso no es una respuesta. ¿Por qué, por qué, por qué?
—¡Aish,
por dios! —la madre posó la cestita roja en el suelo y puso los
brazos en jarra—. ¿Será posible? ¡Pues porque tengo que comprar
otras cosas y no me llega el dinero!
—Pues
no las compres. Compra las galletas.
—Esta
niña es imposible —después de decir eso, la madre volvió a coger
la cesta y reanudó la marcha.
Nuria
se quedó rezagada. Estaba bastante disgustada, porque tenía
muchísimas ganas de comer galletas de chocolate y su madre no las
había comprado. Por tanto, no las iba a comer en mucho tiempo. Se
las quedó observando al primer paquete de galletas de la estantería.
Le daba la sensación de que la estaba observando. Estaba quietecito,
calladito, como ella enfrente de él. Parecía que la estaba
reconociendo. De pronto, dio un paso hacia adelante.
El
paquete de galletas se había movido despacito. Era increíble. A
Nuria la sacudió un escalofrío de arriba abajo.
—¡Mamá,
el paquete de galletas se ha movido!
La
madre se hallaba ya lejos, enfrente del mostrador de la carnicería.
Observaba atónita cómo las costillas del cordero que quería
comprar comenzaban a aletear, elevándose un poco, para poco después
volver a desplomarse sobre el mostrador de nuevo.
Un
tirón de su falda la despistó. Nuria se hallaba aferrada a ella,
insistiéndole para que fuera a ver al paquete de galletas que
andaba.
—¡Mamá,
mamá, el paquete de galletas anda! ¡Tienes que verlo!
La
madre, entre atónita y agobiada, sólo acertó a mantener fija la
vista en aquel pedazo de cordero que había visto levitar. Lo señaló
con el dedo, y le indicó a la carnicera:
—Oiga,
el pedazo de cordero que tiene usted expuesto acaba de flotar...
La
carnicera la miró con una expresión de estupor. “Esta mujer está
loca”, pensó, y siguió fileteando el lomo de ternera que tenía
entre las manos.
En ese
instante, el trozo de cordero volvió a flotar, más alto que antes.
Nuria entonces dejó de darle prioridad a su paquete de galletas de
chocolate que sabía andar, y se concentró en aquel cacho de carne
voladora.
—Mamá,
las cosas de este supermercado andan.
La
madre entonces bajó la cabeza y observó la naturalidad de su hija
al pronunciar aquellas palabras. No pudo menos que asentir.
—Sí,
hija. Sí que es verdad que andan —tras decir esto, y observando el
trozo de carne que se mantenía cada vez más tiempo flotando, sintió
tentaciones de volver a comentárselo a la carnicera. Pero,
observándola cortar absorta su trozo de carne de ternera, no quería
que la volviera a tomar por una enajenada mental, y optó por
callarse.
Se dio
media vuelta, y ya iba a entrar en la fila de caja para pagar cuando
un grito a sus espaldas la detuvo.
—¡Socorro,
la carne me ataca! ¡Socorro, ayuda! ¡Que alguien me saque de aquí!
Tanto
Nuria como su madre pudieron contemplar a la carnicera siendo atacada
por una multitud de trozos de carne que saltaban hacia ella. El
cordero saltaba y bailaba encima de su cabeza, y la madre de Nuria
decidió que aquél no era un espectáculo para que lo contemplara su
hija.
—Vamos
—dijo secamente—, ya volveremos más tarde a comprar.
Una
vez hubo pronunciado esas palabras, cogieron el carrito azul y se
marcharon.
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