Foto: Marta Santos |
Son esos señores entrañables que sostienen un montón de figuras voladoras, agarradas por finos hilos.
Hay un
montón de personajes que vuelan sin alas gracias a estas personas.
Están los personajes de los dibujos animados de moda (como esa
esponja que vive en el fondo del mar o esa niña exploradora), los
personajes de Disney que siempre han estado de moda, y algunos
eternos personajes que nunca sabremos quién fue su creador ni de
dónde salieron, pero que siempre han estado amarrados a las manos de
los vendedores de globos. Es el caso, por ejemplo, de la sirena de
pelo rubio.
Pero,
en este cuento tan especial, quería hablaros de una vendedora de
globos muy particular. Ella no era una vendedora de globos como otra
cualquiera. Ella vendía los globos cantando.
Con
cada personaje entonaba una canción única, cuya letra había sido
inventada por ella, y cuya música era la misma para todos los
personajes. Estaba, por ejemplo, la canción del ratón más famoso
de Disney:
Mickey,
Mickey, Mouse, Mouse.
Si
sientes el ritmo, ponte a bailar,
si
prefieres la letra, es bien recitar;
de
todas formas, vendrá Santa Claus.
Mickey,
Mickey, Mouse, Mouse.
Con
esta letra, todos los niños prorrumpían en risas y en aplausos,
pues les parecía muy divertida. También tenía otra canción, la de
la niña exploradora, que no se correspondía exactamente con la de
los dibujos animados:
Dora,
dora, explora, explora.
Si
eres intrépida, ponte a nadar,
si
lo eres más, ponte a bucear;
de
todas formas, la gente te adora.
Dora,
dora, explora, explora.
Y,
entre las canciones que más cantaba, se encontraba aquella que
entonaba cada vez que venían a pedirle la sempiterna sirena.
Sirena,
sirena, duende del mar.
Si
eres bonita, ponte a cantar,
si
no lo eres tanto, ponte a bailar;
de
todas formas, les vas a encantar.
Sirena,
sirena, duende del mar.
Cada
vez que terminaba de cantar una de estas canciones, se daba su tiempo
para escuchar pacientemente los aplausos, luego le hacía una
reverencia a todo el público que solía arremolinarse en torno a
ella y sus globos, y terminaba ofreciéndole el globo a aquella
persona que se lo había pedido. Luego ponía la mano, recogía las
monedas que costaba el globo y se las metía en el mandil azul a
cuadros que llevaba siempre, aunque cada vez más sucio y más
deshilachado.
Siempre
que había una fiesta, los niños esperaban que apareciese ella para
ofrecerles sus globos con canciones incluidas. Pero esto no siempre
sucedía. Cuando, por estar en otra fiesta, por estar enferma o
simplemente porque no le apetecía, la vendedora de globos no acudía
a una fiesta, se sentía un vacío que a veces era muy difícil
llenar.
Es por
ello que, cuando pasaron tres años consecutivos sin que la vendedora
de globos cantante hiciera acto de presencia en las fiestas de su
barrio, a Mario se le ocurrió llamar a sus amigos y organizar un
club de investigación para averiguar su paradero.
Le
preguntaron a todos los mayores posibles (a sus padres, a sus
profesores, a los policías y a aquellos que decían que mandaban
más), a los antiguos amigos con los que la vendedora hablaba (el
dueño del tiovivo, el de las colchonetas y la de la piscina de
bolas), e incluso fueron a todas las fiestas que se organizaban cerca
para poder comprobar si ella asistía a alguna de ellas. Pero todos
sus intentos fueron infructuosos. Cuando la frustración hizo mella
en sus ánimos, se acercó la respuesta.
Estaban sentados en el borde del escaparate de una tienda vacía, con la espalda apoyada en la persiana bajada, y la respuesta se acercó en forma de niño pequeño. Era más o menos de su edad, por lo que tendría unos nueve años, y conocía a la vendedora porque era el hijo de la dueña de la piscina de bolas.
Estaban sentados en el borde del escaparate de una tienda vacía, con la espalda apoyada en la persiana bajada, y la respuesta se acercó en forma de niño pequeño. Era más o menos de su edad, por lo que tendría unos nueve años, y conocía a la vendedora porque era el hijo de la dueña de la piscina de bolas.
—¿Buscáis
a la vendedora de globos que canta? —les preguntó el pequeño, con
los dedos índice y corazón metidos en la boca.
—Sí,
llevamos mucho tiempo buscándola, pero ninguno de los mayores nos
sabe decir dónde está. ¿Tú lo sabes?
Sin
pronunciar más palabras, el niño movió la cabeza de arriba abajo,
asintiendo, y luego les hizo un gesto con la mano para que lo
siguieran. Anduvieron tres o cuatro calles, hasta llegar a un parque
donde correteaban otros niños como ellos, algunos se columpiaban y
otros formaban castillos con la arena.
En una
esquina, sentada en un banco, se encontraba la vendedora de globos.
Sostenía encima de su rodilla izquierda un trozo de papel de plata
con un montón de migas encima, y utilizaba la mano derecha para
repartir algunas de estas migas entre las palomas.
Los
niños se acercaron. La veían diferente, pero sabían que era ella.
Su cara se encontraba mucho más limpia, su ropa era completamente
nueva y su pelo rizado, largo y canoso parecía recién lavado. Ya no
vestía su mandil.
—¿Eres
la vendedora de globos? —se aseguraron los pequeños, antes de
proseguir.
—Sí,
lo soy —les respondió ella con una hermosa sonrisa—. O bueno,
mejor dicho, lo era.
—¿Por
qué ya no vendes globos? —le preguntó el más intrépido—. ¿Ya
no te gustamos los niños?
Ella
volvió a sonreír. Luego les contestó:
—Claro
que me gustáis. Lo que pasa es que ahora tengo otro trabajo.
—¿Otro
trabajo? ¿Ya no vendes globos?
—No,
ahora canto para gente mayor en una cafetería muy importante del
centro de la ciudad. Cuando estaba vendiendo globos, un señor muy
rico que tenía esa cafetería me preguntó si podía cantar allí, y
se ofreció a pagarme mucho dinero.
—¿Y
ya no vas a vender más globos? ¿Ya no nos vas a cantar?
La
señora torció los labios, pensativa, y luego dio con la solución:
—Bueno,
podría cantaros ahora si queréis.
Acto
seguido, se puso en pie y comenzó a tararear. Al cabo de unos
segundos, ya estaba cantándoles a aquellos niños una canción:
Vendedora,
vendedora, coge los globos.
Si
ellos vuelan alto, te llevarán al cielo,
si
no saben volar, te quedarás en el suelo;
de
todas formas, nunca habrá lobos.
Vendedora,
vendedora, coge los globos.
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