La
dueña era precisamente la directora de una de las empresas
fabricantes de robots más famosas a nivel mundial: Bot S.A. Por
ello, aquel piso completamente automatizado tenía implementado un
robot para cada tarea.
Además
de las tareas de la lavadora, la secadora y el armario planchador
automático, había un robot que distinguía cada prenda nueva que se
registraba en su base de datos y la guardaba en el lugar al que le
habían programado para ello. Otro robot, por su parte, se encargaba
de la revisión de las prendas, deshaciendo las manchas rebeldes con
un láser especial que detectaba su posición y existencia.
Aparte
de estos robots encargados de la gestión de la ropa sucia, había
otros robots que se encargaban de la comida. Un robot conectado a
internet hacía un registro diario de los alimentos, encargando cada
cierto tiempo pedidos de aquellos que faltaban en las cantidades
adecuadas a una tienda en la red. Otro robot escogía y preparaba
aquellos alimentos de acuerdo a una tabla de menús que había sido
insertada en su software, y que podía cambiarse cada cierto tiempo.
También existía el robot que ponía y recogía la mesa, colocando
los platos en el lavavajillas y sacándolos cuando éste, conectado a
la misma red interna, avisaba de que la tarea de lavado de platos
había sido efectuada.
Cómo
no, la dueña se servía además de robots de limpieza, que limpiaban
el polvo, aspiraban, fregaban, recolocaban las cosas en su lugar
adecuado realizando fotografías que escaneaban la casa cada cierto
tiempo y devolvían a su lugar todo aquello que se había movido, ya
fuera una figurita, un cuadro o un sofá. Un robot tenía asignadas
las funciones de limpieza del baño cada tres días, mientras que la
cama contaba con un mecanismo para rehacerse cuando el sensor de peso
le indicaba que la persona ya se había levantado. Esta también
contaba, al igual que todos los robots de la casa, con un sistema
operativo conectado a la red interna de la casa, por lo que combinaba
su acción con las ventanas, que se abrían automáticamente para
ventilar la casa cinco minutos antes de que la cama comenzara a
rehacerse.
La
acción de los robots permitía un mantenimiento adecuado de la casa,
y contaban con múltiples parámetros que podían cambiarse desde el
ordenador central. Desde allí podía decidirse la temperatura de la
casa, cuánto tiempo iban a estar abiertas las ventanas, cuántas
veces por semana se iban a limpiar los baños, qué ropa debía
lavarse y cómo...
Pero
no sólo los robots se ocupaban de la casa. También chequeaban el
estado de salud de su dueña, haciendo análisis una vez al mes de su
sangre, orina y heces. También purificaban su sistema linfático
realizando una depuración de toxinas una vez a la semana por medio
de una máquina que filtraba el sudor de los pies mediante un baño
relajante de éstos. Además, un robot realizaba un masaje integral
siempre que se lo accionaba, y la bañera tenía una función termal
que calentaba el agua a la temperatura adecuada y añadía las sales
minerales precisadas.
Todo
funcionaba de una manera perfecta, armoniosa, casi paradisíaca. Si
no fuera porque uno de esos robots tenía corazón.
Eleanor,
la dueña, no se dio cuenta hasta cinco meses después de haberlo
adquirido. Lo encargó con el resto de robots de la casa, y le llevó
ese tiempo acostumbrarse al funcionamiento completamente automatizado
de aquella vivienda. Fue entonces cuando comenzó a darse cuenta de
las cosas que eran habituales, que funcionaban bien, y las que no.
Un
día, comenzó a detectar que había un robot que trabajaba
ligeramente más lento que el resto. Se trataba del robot que
guardaba la ropa. La diferencia no era muy apreciable, pero cuando lo
comparaba con el funcionamiento del robot que colocaba los objetos
desordenados, el tiempo de ejecución de su tarea era mayor. Esta
diferencia fue aumentando conforme pasaban los días. Eleanor no
sabía si se debía a que ella se estaba enfocando demasiado en el
comportamiento de ese robot en concreto, o que realmente éste
trabajaba más lento de lo esperado.
Pasó
unas dos semanas observándolo, y entonces comenzó a percibir otras
anomalías. Por ejemplo, el robot no entraba en su habitación si
ella se encontraba durmiendo dentro. Al principio pensó que tendría
algún sensor que lo programaba para ello, pero, al bucear en sus
circuitos internos, no encontró ninguno con esta función. Además,
desde ese día en el que decidió mirar aquellos circuitos, el robot
comenzó a acercarse más a ella. Aparecía a veces cuando ella
estaba en el salón viendo la televisión o leyendo una revista. Se
quedaba quieto, a unos dos metros de donde Eleanor estaba, y luego
volvía a marcharse.
Aquello
no era racional. No obedecía a ninguna programación establecida. El
robot sólo debía recorrer el espacio que separaba el armario de
plancha de la habitación de su dueña, y luego volver al cuarto
central de robots situado en la cocina, donde permanecería hasta la
próxima colada.
Las
apariciones del robot en los alrededores de Eleanor comenzaron a
hacerse cada vez más frecuentes. Lo veía cuando salía del baño,
esperándola. Cuando llegaba a casa, salía él por el pasillo a
darle la bienvenida. Las veces en que se quedaba dormida en el sofá,
sentía a veces un trozo de metal sobre su frente que la despertaba,
y al abrir los ojos veía uno de sus cinco brazos robóticos
acariciándola.
La
mujer no lo dudó más. O se estaba volviendo loca (lo cual no era
probable, dado su perfecto desempeño en todas las restantes áreas
de su vida), o aquel robot tenía vida propia. Aquel robot parecía
tenerle aprecio. Parecía tener un corazón.
Aquello
cambiaba las cosas. Ella no podía tener un robot trabajando todo el
día para ella, sabiendo que tenía un corazón.
Eleanor
encargó otra unidad igual a aquel robot. Tras asegurarse de que este
segundo ingenio no tenía reacciones anómalas, comenzó a tratar al
primero como un animal de compañía. No le daba de comer porque no
lo necesitaba, pero sí recargaba sus baterías y limpiaba sus
circuitos. Lo llevaba a pasear con ella. Lo dejaba sentarse a su lado
cuando veía la televisión. Jugaban juntos al pilla-pilla, a juegos
de pelota, a juegos de mesa. Hacían concursos de adivinanzas.
Con
mucho cariño, y mucha imaginación, la mujer convirtió al robot en
un auténtico compañero de viaje. Se inventaron un idioma propio, y
era cierto que resultaba particularmente extraño ver a aquella mujer
gesticular frente a aquel robot. Siempre que se comunicaban en un
lugar público, la gente ponía cara de extrañeza. Entonces, Eleanor
se llevaba un dedo a la punta de la nariz, y el robot daba un giro
completo sobre sí mismo.
Aquello
significaba que se estaban riendo.
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