Foto: Marta Santos |
Era
una despensa de un matrimonio mayor, en un pueblo. Su tamaño era
enorrrrrme y tenía un montón de quesos, chorizos y otros productos
que suele haber en los pueblos. Precisamente por su gran tamaño, era
el escondite ideal para las ratoncillas pequeñas, como nuestra
protagonista.
Allí,
el matrimonio mayor tardaría años en darse cuenta de su existencia.
El único problema era una gata que merodeaba por la casa de vez en
cuando. No pertenecía a los dueños, pero ellos no se daban cuenta.
Ni de que no era suya, ni de que estaba, ni de que dejaba de estar.
Pero el hecho era que la gata se infiltraba frecuentemente en la
casa, arramplando con las piezas de comida de la despensa y obligando
a nuestra pequeña ratoncilla a esconderse dentro de la bola de queso
y rezar para que a la felina no se le ocurriera ese día comer queso.
—Esta
gata es una petarda —decía la ratoncilla, una vez que la gata se
iba fuera de la casa, a no se sabía dónde, para a los pocos días
volver—. Voy a tener que inventarme una manera de ahuyentarla para
que no me dé la tabarra. Ya estoy hasta las narices de tener que
esconderme siempre que viene. ¡Que se esconda ella! ¡Esta es mi
casa!
—Bueno,
la casa del matrimonio mayor, querrás decir —puntualizaba otra
ratoncilla pequeñita que también habitaba por allí.
—Sí,
bueno. Pero me refiero en términos de animales.
La
otra ratoncilla, entonces, asintió con la cabeza.
—Estoy
de acuerdo contigo. Yo también estoy harta de tener que correr como
una loca cada vez que escucho sus maullidos cerca. Si se va, es
porque conoce otros lugares. Pues que se quede en ellos —comentó
la segunda ratoncilla, que se llamaba “Bigotitos”. Luego de un
pequeño intervalo de tiempo, añadió —: Te ayudaré a alejar a
ese dañino felino.
—Y
yo —intervino otra pequeña roedora, que se hallaba escondido tras
una longaniza.
—Y
yo —se inmiscuyó una araña, bajando desde el techo en línea
recta usando su hilo—. Estoy cansada ya de que esa gata se coma a
toda mi familia.
—Vaya,
pues parece que al final voy a estar bastante acompañada en la tarea
esta de echar a la gata fuera —sonrió la ratoncilla protagonista,
a la que todo el mundo llamaba “Hociquillo”.
—Y
que lo digas. Yo también voy a colaborar con “Hociquillo”. Esa
gata es realmente fastidiosa.
Todas
se giraron hacia quien hablaba, atónitas. Era nada más y nada menos
que otra gata. Mucho más pequeña que la que pretendían echar, eso
sí, y con un cuerpo moteado con manchas grises sobre un pelaje
blanco que le daba verdadera luminosidad.
—¿Qué?
¿Por qué me miráis? Es lógico que yo también quiera echarla.
Llevo abasteciéndome de esta despensa cuatro años consecutivos. Si
no me conocéis es porque soy muy sigilosa, y evito molestaros. Pero
esta congénere mía que aparece de repente es como un elefante en
una cacharrería. Os asusta a todas, come esquilmando todos los
recursos de esta despensa sin piedad y no le importa comeros si os
encuentra. Mirad lo que ha pasado con la familia de araña. Me
fastidia esforzarme en ser tan sigilosa para que luego venga la
escandalosa esta y os perturbe a todas. Y, por si fuera poco, me deja
sin comida. ¡Anda y que se largue!
“Hociquillo”
se rascó ligeramente la parte de su cara que le daba nombre,
pensativa, y luego concluyó:
—Bueno,
está bien—concedió—. Si quieres espantar a esa gata, eres una
de las nuestras. Además, quién mejor para espantar a una gata que
otra gata. Ahora pensemos cómo podemos hacer.
—Podríamos
hacer una red gigante con bolsas, cuerdas y otros enseres, y que se
quedase allí atrapada. Luego, cuando hubiese escarmentado, la
echaríamos fuera —pensó la araña.
—Bueno,
podríamos intentarlo. Decidámoslo por votación.
La
mayoría de las presentes votó a favor de la propuesta. Incluida la
gata moteada.
—Es
un buen método disuasorio. Le meterá un susto que no se atreverá a
volver por aquí. Pero, al mismo tiempo, no es un método violento.
—Exacto.
Además, yo tengo el ingrediente clave para rematar de asustarla.
Para ello voy a tener que hablar con una amiga mía... Pero vosotras
confiad en mí —reveló la gata moteada.
Las
tres ratoncillas, la araña y la pequeña gata se pasaron cuatro días
enteros buscando y empleando todos aquellos útiles y enseres que
pudieran ser útiles para construir aquella red. Así, hilos de
coser, tela de araña, gomas elásticas, cuerdas, bolsas... fueron
agregándose día a día al esquema de una red que había diseñado
previamente la araña. Las ratoncillas y la araña estaban muy
nerviosas, pues querían saber de qué se trataba la sorpresa que
estaba preparando la pequeña gata.
—Todo
a su tiempo, chicas, todo a su tiempo. Veréis cómo mi amiga estará
lista a tiempo...
Pasaron
los cuatro días, y la gata hizo su aparición. Como siempre, hizo su
aparición desde el tejado, infiltrándose a la cocina por una
rendija de ventilación cuya tapa andaba flojeando. De ahí, saltó
como siempre a la despensa, ajena a la trampa que se cernía sobre
ella. Al empujar ligeramente la puerta con el lomo, las tres
ratoncillas dejaron caer la enorme red sobre la felina.
—¡Ahora,
ahora! ¡Ahora es el momento! —maulló la gata moteada,
dirigiéndose a alguien que parecía estar esperando fuera.
De
pronto, una enorme águila entró agitando sus enormes alas en la
cocina, para lo que la gata moteada había desplazado la puerta del
balcón justo después de que la gata grande se quedara atrapada en
la red. El águila se quedó un momento mirando hacia la puerta
entreabierta de la despensa. Luego, con su pico, agarró a la gata,
que estaba totalmente enredada en la red, y la llevó a dar un enorme
paseo por las alturas. Luego, al cabo de una media hora, la dejó en
una pradera.
Cuando
la gata se dio desasido de la red, ayudada aunque parezca mentira por
el águila, echó a correr y se perdió entre la hierba por siempre
jamás.
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