Foto: Marta Santos |
—¿Qué haces aquí? —dijo
la boca de Armando, mientras sus ojos investigaban ansiosos aquella
aparición casi mística.
—Iba a bañarme.
Aquella frase casi le hizo
daño al imaginar aquella piel de porcelana quebrándose al contacto
de las gélidas aguas. La conmoción lo dejó sin palabras, pero no
sin amor. Abrazó aquel cuerpo frágil y delicado con desesperación,
muriendo por transmitirle aunque fuera una mínima parte de las
calorías que abrasaban su interior.
—Tranquilo —sonrió
ella, a la vez que lo estrechaba con sus sedosas manos—. Todo está
bien.
Él suspiró.
—Me gustaría saber tu
nombre.
—A mí también me
gustaría que lo supieras. Pero puedes llamarme Sonia.
Armando no lo entendió,
nunca lo entendería. Sin embargo, ¿qué importaba, si podía
sumergirse en aquel enloquecedor aroma que manaba de su porcelanosa
piel? Él siempre había sido un soñador. La realidad le importaba
poco, o más bien nada.
Sonia estaba en la fuente.
Él también.
La estaba abrazando, así
que, ¿por qué no podía besarla? ¿Acaso había algo que le
impidiera llevarla a su casa y amarla para siempre? Seamos
románticos, por favor. Sonia tenía la delicadeza de una princesa de
Disney. Y él era ferviente y apasionado como un príncipe azul.
Comencemos, pues, su cuento.
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