Foto: Marta Santos |
Armando es pescadero.
Trabaja en la pescadería más próspera del pueblo desde que el
corazón de su vieja madre se negó a seguir funcionando. Tiene un
montón de clientas mayores que todos los días se deshacen en
halagos a sus lubinas y le recuerdan antes de cruzar la puerta que a
ver si se echa novia, que con lo guapo y buen mozo que es, parece
mentira. Pero no creáis que a este humilde pescadero de treinta y
siete años le inquietan las habladurías de las señoras marujonas.
A él no le importaba vivir soltero y libre, le gustaba su trabajo
sencillo. Sencillamente era feliz. Si llevó a Sonia a su casa fue
porque el ardor de su pecho no le dejó hacer lo contrario.
—¿Tienes hambre? ¿Te
apetece comer algo? —le ofreció, con amabilidad y una sonrisa.
—No, gracias. Pero sí me
gustaría beber un poco, tengo bastante sed — le respondió ella,
etérea.
Armando tardó en responder,
estaba siendo devorado por una serie de insultos que se profería él
a sí mismo.
—Lo siento, me he olvidado
el jarrón en la fuente. Tendré que ir a por él... ¿Te importa
quedarte sola un momento? — le preguntó mientras cogía las llaves
de la mesita.
—Puedo acompañarte. Si me
dejas, claro...— sonrió Sonia, mostrándole una vez más su blanca
y refulgente dentadura.
—Es que hace demasiado
frío fuera.
El pescadero mentía. Le
sobraban chaquetones con que cubrir el indefenso cuerpo de la mujer,
pero no quería reconocer la verdad. Su mayor temor. Que la fuente
que se la había entregado se la arrebatase después de tan sólo
unos instantes. Algo en su interior la quería apartar del bosque,
como si éste conspirase en secreto con el objetivo de llevársela
para siempre. En su corazón comenzó a oír por primera vez los
susurros de las ramas de los árboles. "Ella nos pertenece".
—En sueños, imbéciles.
—¿Qué has dicho? — se
extrañó Sonia, preparada para defender su capacidad de enfrentarse
al frío exterior sin problemas.
—Nada, que preferiría que
te quedases aquí en casa. Sólo tardaré cinco minutos, la fuente
está aquí al lado. Por favor.
Los ojos de Armando se
fundieron como plata líquida. No llegó a llorar, pero a Sonia no le
hizo falta para darse cuenta de que el corazón del hombre estaba
temblando.
—De acuerdo. Esperaré sin
problemas.
Sonia le regaló una última
caricia con la mirada antes de que él desapareciera tras una puerta
de color marrón anaranjado.
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