Foto: Marta Santos |
—Te vas a acatarrar.
—No creas que es la
primera vez que doy un paseo a pelo bajo la nieve — contestó,
ofreciéndole el vaso con una mano paternal.
—Si la idea de que me
quede contigo a vivir aún no ha abandonado tu mente, deberás
acostumbrarte a cuidarte un poco más.
La reprimenda de Sonia sonó
dulce, como un murmullo de pétalos de rosa cayendo. Armando disfrutó
esa sensación y la paladeó como si se tratase del mejor caviar del
mundo, mientras ella acercaba sus delicados labios al vaso sigiloso.
—Tranquila, lo haré—.
El pescadero esperó a que la mujer terminase de saciar su sed para
sujetar delicadamente sus manos y mirarla otra vez a sus incendiarios
ojos.
—Me gustaría que me
contaras quién eres, cuáles son tus sueños y por qué has accedido
a seguirme.
—Para ti seré Sonia —
respondió, con una seriedad que encogía el alma—. Mi sueño era
el bosque donde solía esconderme a leer, pero lo he dejado por ti.
He accedido a seguirte porque eres el único habitante de este pueblo
que tiene un pecho que arde. Nadie, créeme, nadie, arde hoy en día.
Lo máximo que hace la gente es esperar calor pasivamente. Pero tú
eres diferente, por eso me has gustado, y por eso te he amado desde
la primera vez que te vi llenar el jarrón en la fuente.
El pescadero estaba confuso,
como lo haría cualquier pescadero al sospechar que le han estado
espiando. Sólo añadió, masticando las palabras:
—Pensé que ésta era la
primera vez que me veías.
Ella sonrió.
—Era la primera vez que tú
me veías a mí, cierto. Pero las cosas no necesitan que las veamos
para que existan. Yo no necesité que tú me vieras.
Armando cerró los ojos un
instante. Necesitaba comprender lo intangible, y todo el mundo sabe
que eso sólo se puede hacer con los párpados bajados.
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