—En ti — respondió él,
sin abrir los ojos.
—Ya —. Sonia dejó que
la palabra sonara como un golpe seco contra una caja de cartón. No
fue amable. Tampoco grosera. Simplemente la dejó sonar.
—No te conozco, aunque tú
a mí sí, por lo que parece. Estoy en una clara situación de
desventaja con respecto a ti. Pero he llegado a la conclusión de que
no quiero dejarte marchar, así que lo ignoraré. ¿Te apetece
acompañarme al supermercado? — Armando la miró por primera vez en
treinta y cinco segundos. Ella también prefería ir al super antes
de hablar más del tema, así que se levantó del sofá como un
volcán de mantas en erupción.
—Claro.
Él no respondió,
simplemente le acarició el hombro y se metió las llaves en el
bolsillo. Llegaron hasta la puerta envueltos en papel de lija. Por
primera vez desde el encuentro casi onírico en la fuente, cobijaban
inquietud. Esa sensación incómoda que te atrapa cuando sabes que
has cometido una estupidez y que no puedes borrarla como si fuera
tiza. Ni tampoco es que quieras eliminarla exactamente, porque sabes
que volverías a hacerla si te dieran otra oportunidad. Aunque fuera
un error, aunque resultara un fracaso. Ambos habían de asumirlo. Sus
vidas iban a dar un giro de muchos, muchos grados. Era una locura.
Pero lo deseaban.
Por eso atravesaron aquel
pequeño pueblo alemán cogidos de la mano, ante la mirada de algunas
clientas de la pescadería. Ante la mirada de otras, se surtieron de
leche, zumo, galletas, cereales, champú, arroz, atún en lata y
manzanas de oferta. Armando iba seleccionando los productos que le
pasaba a Sonia, quien procedía a acomodarlos con esmero en el
ruidoso y traqueteante carrito. Todo fue bien hasta que el pescadero
llegó a la sección de frutería y depositó en la mano de la mujer
una bolsita con cuatro manzanas golden.
— Madre mía —
retrocedió ella, dejando caer las cuatro bolas verdosas. Sus ojos
cerilla parpadeaban,
—¡Sonia! ¿Qué haces? —
se espantó Armando, mientras se agachaba para recogerlas.
—Perdóname, yo... Es que
ver toda la fruta así, arrancada e intervenida genéticamente... Me
hace daño... — balbuceaba la mujer, más nívea todavía que de
costumbre.
El pescadero se extrañó.
El pescadero volvió a callar.
—Tranquila, no pasa nada.
Ya llevo yo el carro — musitó, depositando la vilipendiada bolsa
entre los cereales y el arroz.
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