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lunes, 6 de abril de 2015

El colgante. Eslabón 9

Foto: Marta Santos
La visión desapareció de sus ojos en cuanto el hombre de la túnica blanca se percató de su presencia. Entonces, el tiempo se detuvo. Una visión de poética irrealidad impacta, a no ser que te la haya enseñado alguien que no tiene ombligo. Entonces, sin sorprenderte demasiado, profundizas en los detalles, los saboreas. Pájaros bebé, árboles castillo. Bien, ese mundo no era el suyo, era el de Sonia. ¿Por qué? ¿Por qué era así? ¿Qué seres vivían allí? Las dudas se deslizaban por su mente, jugueteaban inocentes, pero no querían salir al mundo exterior. Tampoco hizo falta. Sonia las olía.

Pertenezco a la raza de los elfos — susurró, etérea.

Elfos. Ésa era la palabra. Cinco letras clave, ahora era capaz de entenderlo.

Sonia era sobrenatural.

Sonia había vivido en el bosque, y su familia también. En ese momento vio sorpresas ante manzanas en el supermercado, vio baños en fuentes heladas, y escuchó las voces de los árboles que siempre se la habían querido arrebatar. No eran simples ladrones: la llamaban porque les pertenecía.

El pescadero conocía las leyendas ancestrales que corrían por su pueblo acerca de la raza de las criaturas elegantes y delicadas que viven en el bosque con una perfecta simbiosis. Son seres mágicos que viven ocultos en los árboles, rodeados de animales que les hablan.

Los elfos... Ellos son los guardianes del bosque, los que velan para que ningún humano pueda destruirlo. No obstante, no pueden ser descubiertos, por lo que velan celosamente su reino. Si alguno osa adentrarse en el recinto sagrado que alberga sus casas de savia y corteza, es instantáneamente transformado en pájaro. En el fondo de sus casas—árbol custodian siglos de sabiduría en forma de libros acumulados durante su larga vida.

Cuando una pareja de elfos alcanza la madurez, les es permitido tener descendencia. Pero ellos no dan a luz hijos, simplemente crean vida. Modelan una estatua de barro, la más perfecta y hermosa que sean capaces de construir, y cuando la terminan, tiene lugar la parte más delicada y simple del proceso: le soplan su aliento en el rostro. Fácil. Mágico. Los contornos de la estatua comienzan a suavizarse, y sus labios se curvan en una sonrisa. Mientras se despereza, aspira profundamente los latidos del bosque, preparándose desde su mismo nacimiento para adorarlo con místico fervor.

A Armando le habían contado detalladamente todo aquel mito. Había conversado con él desde niño, pero siempre desde la distancia que implica la fantasía. Ahora, sin embargo, le hablaba desnudo desde la blanca bañera de porcelana de su casa. Podía ver incluso la piel tersa y completamente lisa que cubría el vientre sin ombligo. Podía oler la carne de barro que se mezclaba con el aroma de la clorofila, con el perfume del sol. Y se preguntaba qué hacía allí. Fuera del bosque, con él.

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